A veces me gusta conversar con mis amigos Banda, Pablo y Jaime Veneno en el bar de la amiga Teresa y Astebita. Me gusta sobre todo porque cada día que me encuentro con ellos me regalan viejas canciones populares que se conocen como los niños conocen las contraseñas de los aparatosos móviles.

Hace unos días y con motivo de este verdadero “desfase “, por decirlo suavemente, político, sanitario y económico que nos atenaza, me cantaron a viva voz y a capela Los Milagros de San Antonio, canción que vagamente recordaba, pues mi padre me la solía cantar cuando era pequeño. En ella, un padre deja al cargo del sembrado -que es el porvenir y lo que en verdad les da de comer a toda la humanidad-, a su pequeño hijo Antonio para que tenga cuidado porque los pajarillos se comen el sembrado y “ todo lo echan a perder“, dejándolos, si esto sucediera, en la más absoluta ruina y pesadumbre.

El pequeño Antonio, que según relata la canción es un derroche de inocencia y verdad, aún no saeteado por la pícara travesura de la vida, se dirige a los pájaros dulcemente y consigue convencerlos para que, durante la ausencia de su padre, permanezcan encerrados en una habitación. Cuando su padre regresa le pregunta por los pajarillos y el niño le cuenta que para que no hagan daño los tiene a todos y todas encerrados, pero como a los pájaros como a la libertad o a la verdad, no se les puede tener cautivos, el niño, ante la preocupación de sus mayores les dice: «Señores, nadie se alarme, que los pajarillos salen cuando se les mande».

Y así abre la puerta y manda salir en orden a cigüeñas, perdices, codornices, gorriones y avutardas. Qué pena que el mundo, a día de hoy no se asemeje a tan hermosa cancioncilla y como si fuera aquella habitación la caja de Pandora, también salieran todos los males que entrañan esos pájaros de mal fario y mal agüero, que sin permiso de nadie, se han adueñado de nuestro mundo, de nuestra política, de nuestro futuro y de nuestra salud y así salgan volando echeniques, adrianas, abascales, casados, irenes, monteros, pablos y pedros panzas, illas y simones, tal como salieron de aquella canción gavilanes, águilas, cuervos, grajos, urracas y mochuelos para entrar en el huerto, picar el sembrado y echarlo todo a perder.

Aunque la canción que ellos cantan y a mí más me gusta es la del Burro de Villarino que traía la vinagre. El vinagre, en aquella época de la que habla la canción, era como la tan ansiada vacuna contra el maldito coronavirus pues servía para todo: para el descanso de los agrietados pies -pues el calzado a veces era la propia piel-; para sanar las heridas -que el alcóhol era cosa de señoritos-; para lavar las tripas donde embuchar el sustento -que entonces no había grandes superficies-; para endulzar el amargor de las hierbas -que, en ocasiones era lo único que había para llevarse a la boca-; para enjuagarse la boca corroída por la falta de higiene dental, que aquellas boticas, como dice el verso de Gabriel y Galán, y aquellos potingues eran cosa de gente paliúcha y sin chispa de juerza que hoy han tomado al asalto nuestras vidas sin el menor escrúpulo, pues justificar a un asesino como un hombre de paz frente a un torero como un torturador es vinagre amargo, o como dice el ministerio de los misterios más misteriosos: que cada hombre luce cebolleta y es un asesino y maltratador. ¡Ver para creer!

Como quiera que sea, que el pobre burro que fue maltratado a palos un día sí y otro también, lucía anteojos, pelo rizado y en las dos orejas un lazo encarnado y que estiró la pata con el rabo tieso al grito de: “casualidades también, oye…“ que diría Koldo, el de los Ocho apellidos Vascos: ¡Adiós Perico, que entre pabletes y pericos anda el juego! Y a cuyo entierro, el del burro, asistieron todas las vecinas y la tía María tocaba el cencerro.

Ya se murió el burro, como el españolito al que una de las dos españas ha de helarle el corazón, porque muerto el burro que acarreaba la vinagre, quién nos sanará las heridas, limpiará de inmundicias las entrañas, aliviará nuestros pies cansados o enjuagará nuestra lengua, mientras ellos, a base de decretazos como los palos que el Perico le endiñaba al pobre animal, dulcifican sus ensaladas de mariscos con vinagres de Módena y trufa que es el vinagre que sólo está al alcance de unos pocos okupas de la política actual.

Lo malo es que cuando el burro muere se acabó lo que se daba. Felices fiestas a todos y todas, a disfrutar del momento y a resguardarse del malejo pajarraco que en forma de virus invisible nos ha tocado sufrir y que ha venido para echarlo todo a perder. Menos mal que la esperanza es lo último que se pierde, eso y el vinagre y San Antonio que obró el milagro de encerrar a todos los pájaros, porque ni pabletes ni pericos obran milagros, que no os llamen a engaño.