Cuando afirmamos que la literatura de Dostoievski es universal lo decimos con toda la hondura que el término merece.

Eso lo podemos sostener en base a la consideración de que fue el primero (y quizás el mejor) en utilizar la novela como una manera de desgranar el ser humano con todas sus costuras, en hacerlo visible frente a nosotros mismos como si sus páginas fueran un espejo en el que poder mirarnos.

Basta con acercarnos a cualquiera de las novelas de su monumental obra para darse cuenta.

Pongamos delante a Los hermanos Karamazof, por ejemplo, a la que algunos tildan como la mejor de todas.

En esa inefable historia está todo lo que uno puede esperar para entenderse a sí mismo y al resto de las personas que nos circundan, lo bueno y lo malo de cada uno de nosotros, el cielo y el infierno en el que podemos caer y siempre narrado con la perspectiva apropiada.

Y todo eso se observa en cualquiera de los personajes que cuidadosamente son puestos en la escena apropiada con un motivo muy bien escogido.

Asomarme a la letrina de la escena política de estos días, me ha hecho pensar en uno de esos personajes secundarios que rezuman la novela, el de Kolia Krasotkin, un joven adolescente revolucionario de convicción férrea en los florecientes ideales socialistas que estaban surgiendo durante el ocaso de la rusia de los zares.

El caso de Kolia es un paradigma que yo tildaría de intempestivo puesto que refleja el advenimiento de un período de luchas cainitas (un hecho inherente a las sociedad humanas pero más pronunciado en algunos grupos que en otros), en el que las gentes acaban tomando partido ante “la idea” por muy disparatada que sea, sometiéndose  a las corrientes del pensamiento que poco a poco van calando en la sociedad desde su base hasta que de forma natural, irrumpe en la vida de las personas, unas veces de forma pacífica y otras envueltas en sangre.

Precisamente, es ese recorrer de dolor y de muerte  que lleva el transitar por tales caminos inescrutables de luchas fratricidas entre hermanos, uno de los elementos que nos hermana con el pueblo ruso como así lo han justificado grandes pensadores como Cioran o el propio Antonio Escohotado.

Y en esos senderos hacia el infierno han sido, son y probablemente serán protagonistas fundamentales (que no secundarios) figuras como la de Kolia, el desafiante estudiante de preparatoria  repleto de contrariedades, capaz de desafiar a cualquier adulto en su discurso en defensa de la idea, a la que pone por encima de cualquier cosa, incluyendo el propio orden establecido.

Hay que decir que toda esta base argumental de un fanatismo sin límites que ya ha calado en sus huesos y en su espíritu, lo ha gestado en las conversaciones  mantenidas con Rakitin, el seminarista amigo de Aliosha Karamazof y también revolucionario, uno de los miembros de esa llamada Inteligenzia a la que la revolución socialista le debió tanto y que fue sembrando todo lo que acabó ocurriendo más allá de 1905. Ha sido él el que le ha transmitido la verdad de las cosas, el rencor frente a los enemigos de la causa, el rechazo a lo espiritual y todas estas conclusiones no han sido adquiridas en base a la experiencia propia sino al discurso de otro y la confianza que él mismo le presta, en esa fe ciega que mantiene en un algo inmaterial pero por el que hay que luchar cueste lo cueste.

Todos estos atributos pueden parecernos peregrinos o infantiles, pero reflejan como ningún otro un comportamiento universal en cuanto al modo de proceder del ser humano frente  al fanatismo de las ideas.

Y eso lo conocen bien los que sustentan el poder, y por lo tanto, lo usan para sus fines.

En las democracias, para ello es fundamental elaborar un SOMA que adormezca (y atonte) al que vote, empleando una fórmula magistral que pasa por tres ingredientes fundamentales: un discurso sencillo y simplificado (ricos/pobres, buenos/malos, amigos/enemigos) de una realidad social realmente compleja y llena de matices, una laxitud (por no decir decrepitud) en la educación de aquellos principios que sirven para aprender a tener  voluntad de elegir responsablemente cualquier decisión que tiene impacto en la vida de todos y un trauma social que haga bueno el posicionamiento útil del ciudadano.

En nuestro país tenemos todos esos aderezos y además en grandes dosis: esto es, los dos bloques de enemigos íntimos rescatados para la ocasión y traídos desde los zócalos de la Historia por la paranoia de ciertos reaccionarios con traje progresista, la desinformación y la posverdad del relato propagándose a través el sistema educativo y con las leyes doctrinales de pensamiento, y por supuesto, el trauma de siempre, el asunto de la guerra civil y de los huesos de las víctimas.

Y es que la fórmula no falla: cuando la mugre empieza a aflorar por los rincones más insospechados y se emborrona con los tizos de los res-Koldos que aún están calientes,  o en el caso de que simplemente haya elecciones a la vista (se da la casuística de que ahora tenemos de las dos fuentes de pez mugrienta), es cuando aparece la bandera del odio agitándose sobre esa trinidad infame que decíamos antes. Repugnante.

Debo finalizar recurriendo a Canetti y a su epílogo de Masa y Poder para volver a alentar al cambio imprescindible que tenemos que provocar las gentes que formamos este maravilloso país. Cuidado, ciudadano, esto se pone feo, el peligro de otros tiempos se palpa en el ambiente y no hay mayor enemigo de la libertad que un sujeto que buscan la perpetuidad de su régimen (es decir, él mismo) cueste lo que cueste. La paranoia del poderoso ha sido siempre el cáncer de la Humanidad y en este caso de “excepcionalidad ibérica” no hay excepción.