Mucho se ha hablado de la relación que existe entre el aprendizaje y las emociones. De hecho, hoy en día existe todo un paradigma dentro de las corrientes neuropedagógicas que han apostado por un nuevo modelo de Enseñanza-Aprendizaje que tiene en este principio su razón de ser, ya que está más que demostrado que estimular nuestras emociones afecta de manera crucial al mecanismo por el cual construimos el mundo que nos rodea.

El conocer dicho mecanismo causal ha permitido optimizar los procesos educativos, si bien conviene destacar otra utilidad más siniestra que se le ha dado (y se les está dando) a esta manera de “participar” sobre la consciencia de los individuos.

En este primer artículo hablaremos de la alogocracia, un fenómeno que nos acompaña desde hace un tiempo para acá y que dicta los designios de las vidas de las personas en las democracias occidentales (las denominadas como liberales) de una manera total y casi totalitaria.

El economista Jano García, en su obra más reciente “El rebaño, como occidente ha sucumbido a la tiranía ideológica” (La Esfera de los Libros 2021) desgrana pormenorizadamente este fenómeno que mucho tiene que ver con la manera en la que los estamentos de poder (lobbies, grandes compañías, políticos, etc..) han hecho fuerte un mecanismo de control sobre la masa en la que la razón está quedando oscurecida por la visceralidad emocional con una serie de temas muy recurrentes que se mueven por todos los rincones de la sociedad civilizada: el feminismo, la homofobia, el ecologismo y el racismo, temas capitales del debate social y que resuenan como mantras diferenciadores entre los ciudadanos de estas latitudes.

Sostiene García que dicha alogocracia, es decir, el arte de emocionar usando la ideología, ha sustituido a los anteriores dogmas que hacían diferenciar a lo que conocemos como izquierda y derecha,  y que tenían que ver con un modelo socioeconómico comunista y socialista por un lado y capitalista por el otro. Según García, la caída del comunismo a finales de los noventa del siglo pasado hizo repensar el dogma de la denominada izquierda internacional, huérfana por entonces de ideas ante el fracaso estrepitoso de su credo ideólogo. En aras de una búsqueda que hiciera diferenciar y simplificar el alineamiento de las personas (en la diferencia está el sentido de la existencia), se abrazaron los principios que acuñan a lo que podemos englobar como “progresismo” según los cánones actuales y que está sirviendo para establecer un campo de batalla ideológico compartido por los hunos y por los otros, en aras de demostrar quién ostenta mayores grados de compromiso o quienes demuestran un espíritu subversivo a las causas derivadas de esta manera de entender el mundo.

El esperpento está servido ya que, como bien justifica García, en los tiempos que corren, en una sociedad avanzada como en la que vivimos (la más avanzada de toda la Historia de la Humanidad), ¿quién no está a favor de la igualdad entre las personas del mismo sexo, razas o condiciones sexuales o el respeto por el medio ambiente? realmente, ¿hay tanta desigualdad, falta de derechos civiles en esos colectivos, o todo obedece más bien a una estrategia más que planificada para imponer un modelo de sociedad a perpetuidad?

Según el autor,  para los alogócratas todo está muy claro; el mundo se divide entre quienes defienden a ultranza y con radicalismo sus causas y los que no lo apoyan, siendo la voluntad del alogócrata hacer crecer ese magma ideológico en donde el odio al distinto aflora por todos lados mediante la conquista de las emociones en la ciudadanía,  alimentando para ello  una confrontación constante en pro de heredar “el espacio de credo” que había quedado huérfana tras el fiasco de la caída del bloque comunista.

Es ahí donde García nos demuestra con datos y de una manera valiente, cuales son los entresijos de la llamada alogocracia de la que hablamos, un nuevo tablero de juego en el que los intereses particulares de los estamentos de poder son su verdadera razón de ser, quienes no dudan en azuzar a la masa mediante un complejo sistema de control estatal, mediático y educativo que hace estremecer las consciencias del ciudadano occidental. Es lo que Antonio Gramsci define como “la hegemonía cultural” tal y como apunta García, es decir, el mecanismo por el que tales ideas han de ser depuestas en el interior “de la gente” calando en las sociedades desde la raíz hasta la última hoja de ese árbol que podemos llamar  Occidente.

De esta manera, surgen nuevas etiquetas para diferenciarnos, así como una maquinaria de adoctrinamiento que no sólo apunta hacia el nacimiento de esta nueva moral que se baña de un supuesto progresismo y que impregna los colegios, redes sociales y otra serie de plataformas que actúan como púlpitos donde las homilías se suceden constantemente, y en las que su intención no es otra que la de hacernos “sentir bien” cuando creemos actuar según el discurso alogócrata, además de apuntar y señalar a todos aquellos que actúan en contra de su ideario (la simplificación en la manera de entender el mundo, una herencia de los totalitarismos de otra época). En esa denuncia es muy importante las denominadas como masas de acoso, grupos de servidores a la causa alogócrata que tienen en las redes su espacio, siendo el domino de la denominada “posverdad” su arma más valiosa así como otra serie de estrategias de manipulación masiva.

El radicalismo en forma de dogma es una realidad de nuestro tiempo, a pesar de que hoy en día es más fácil que nunca poder desentrañar la verdad que esconde la alogocracia puesto  que tenemos al alcance de nuestra mano una poderosa herramienta, internet. No obstante, los tentáculos del Nuevo Orden han viciado cualquier recóndito lugar por el que nos movemos en nuestro día a día. Basta con que pensemos un poco en todo aquello que nos rodea. Es la democracia del siglo XXI, una democracia totalitaria como defiende García en este curioso y esclarecedor libro que recomiendo leer encarecidamente.