Ya se lo advierto. Llegado el lunes 12 de octubre, verá proliferar en redes el mensaje “Nada que celebrar”. Así, con la solemnidad bobalicona de quien se cree portador de una verdad que no es más que la anodina vacuidad del ignorante, el que solo sabe una cosa, que es ‘nada’, pero no permite que esa nada se llene, so pena de perder su endeble raciocinio.

Estos discípulos de la sobrevalorada Rigoberta Menchú (sí, la que criticaba ferozmente la película Apocalypto, según ella por dar una visión deformada de los indígenas, y cuando le preguntaron si la había visto, comentó con la soberbia del iluminado: “no, ni pienso verla”), tienen la pueril concepción de que los ‘indiesitos’ vivían en el paraíso, todos en paz y armonía, y vinieron los malvados españoles y los masacraron para robarles el oro. Vamos, el cuento de caperucita y el lobo, que hasta ahí llegaron sus lecturas.

No me dirijo pues a ellos, obtusos y refractarios a cualquier dato o razonamiento, sino a usted, que le presumo, al menos, abierto de mente y capaz de liberarse de prejuicios.

Y a usted le digo que en ese supuesto paraíso, tribus como los incas o los mexica (no aztecas, por favor) esclavizaban a las tribus vecinas, y tenían por folclóricas costumbres hacer sacrificios humanos con quienes capturaban (hasta 20.000 en un día) y practicar el canibalismo, ya sea ritual o simplemente como festín suculento. ¿Cómo se explica si no que gentes como Cortés o Pizarro se hiciesen con esos imperios con unos pocos cientos de soldados, si no es por la colaboración de las tribus hartas de la brutalidad de incas y mexicas?

A usted le digo también que lo que diezmó a la población local fue la viruela, y a no ser que crea que para entonces los españoles estábamos tan avanzados como para usar la guerra biológica, deducirá que fue un accidente, algo imprevisible. Eso sí, ellos nos pagaron con la misma moneda, transmitiéndonos la sífilis, que causó estragos en Europa.

¿Sabe usted, por ejemplo, que en 1502 los brutales y atrasados españoles se regían por una cédula de Isabel la Católica que fomentaba los matrimonios interraciales, ordenando que los indios tengan libertad para casarse con quien quieran y añadiendo: que asimismo procuren que algunos cristianos se casen con mujeres indias y que mujeres cristianas se casen con indios? ¿Sabe que esta orden se reiteró y amplió en 1514 para que la descendencia de estas parejas tuviese la legitimidad garantizada? ¿Sabe cuándo se consintió (que no fomentó) el matrimonio interracial en los países avanzados (Inglaterra, Bélgica, Holanda, Australia…)? Pues no antes de finales del XVII, con reticencias y pasos atrás, y es más, en Alemania fue en 1946, y en Estados Unidos ¡en 1967! ¿Cree usted que es casual que en los países que fueron colonia española no se produzcan tensiones raciales como las que hay en zonas anglosajonas o antiguos dominios holandeses o franceses? Se llama mestizaje de siglos.

¿Y qué decir de la esclavitud? Mientras era un lucrativo negocio para los países ‘avanzados’ todavía en el siglo XIX, los cenutrios e iletrados españoles la prohibieron expresamente en 1504, mandando que no se consienta que los indios reciban agobio alguno en sus personas y bienes, debiendo ser bien y justamente tratados. ¿Qué se produjeron abusos? Cierto, hoy se producen robos y está prohibido robar. Pero también es cierto que, enteradas de lo que ocurría, las autoridades españolas dictaron en 1512 leyes que protegían aún más a los indios, incluso se aliaron con la Iglesia para que dictase excomunión a quien los esclavizase. ¿Sabe que hacían, por ejemplo, en 1640 nuestros civilizados ingleses, aparte de comerciar con esclavos? Pues dictaban leyes para las colonias diciendo que la tierra era del Señor, y ellos, como pueblo elegido, tenían derecho a tomarla y a los indios que les vayan dando. Y no hablemos de Bélgica, donde tenía zoológicos donde los negros eran las bestias a contemplar hasta mediados del siglo XX.

¿Que nos trajimos oro? Cierto, pero no a cambio de baratijas como siempre se ha dicho. El oro para los pobladores del Nuevo Mundo era poco más que un adorno, no era como para los europeos un valor-moneda. De hecho, la moneda allí en muchas tribus eran las nueces de cacao (algo que deberíamos pensar para estimular la economía: estas nueces se deterioraban con el tiempo y perdían valor, así que quien las tenía se apresuraba a gastarlas. Eso es fomentar el consumo). Lo que ansiaban eran objetos desconocidos, no solo los famosos espejitos, sino, especialmente, lo hecho con hierro, metal desconocido allí y que tenían en gran estima por su resistencia y prestaciones en armas y herramientas.

Lo curioso es que todo esto y más sí se nos reconoce fuera. Verá usted, una anécdota. Hace unos días estaba viendo una serie llamada Sucesor Designado, una ficción que cuenta los avatares de un presidente de Estados Unidos que accede al cargo de manera accidentada: todo el gabinete, menos él, muere en atentado. En un capítulo, los escasos descendientes de una tribu india asentada en Florida, protestan porque se les va a expulsar de lo que queda de sus antiguos territorios. El presidente simpatiza con ellos, pero todo, compra de tierras y proyectos de construcción, es legal. Poco puede hacer. Por casualidad, oye hablar del tratado que supuso la cesión de la Florida por parte de España a Estados Unidos, y ahí encuentra la solución: una cláusula española impide que los indios sean privados de tierras o derechos. Como el tratado sigue vigente, los indios salvan su territorio.

Podía pensarse que es mera ficción, pero el caso es que el tratado existe y la cláusula también. Fue introducida por el embajador español Luis de Onís, al constatar la animadversión que los angloamericanos sentían por los indios, visto lo que ya habían hecho en otros lugares: exterminarlos y recluir en reservas los escasos supervivientes. Esta cláusula, en distintas variantes, fue introducida en todos y cada uno de los tratados de corte similar. Cabe decir que los angloamericanos se pasaron por el forro muchos de estos compromisos, y en el siglo XIX se seguían dictando leyes y campañas de exterminio, como las de los ingleses por esas mismas fechas en Australia o Kenia. ¡Qué civilizados en comparación con nosotros!

Pero he dejado lo mejor para el final: ¿sabe usted quién masacró de verdad a los indígenas? Efectivamente, libertadores como Bolívar, que describía a indios y negros como ‘raza vil’, y dejó escrito: los indios son todos truchimanes, todos ladrones, todos embusteros, todos falsos, sin principio moral que les guíe.

Cuando se independizan las colonias, comienza el exterminio sistemático, siguiendo el ejemplo de los ingleses en Norteamérica. De hecho, se llega a la conclusión de que Estados Unidos progresa y Sudamérica no porque en el norte se habían deshecho de esa ‘rémora’ de salvajes. En 1815 en Paraguay, en 1831 en Uruguay, en 1848 en México, en 1875 en Chile y Argentina (aquí se pagaba una libra por indio muerto) los gobiernos organizan campañas para acabar con unos malvados que no conocen freno, plantas nocivas, salvajes repugnantes a los que hay que exterminar siendo pequeños porque ya anida en ellos el odio, y otras lindezas semejantes.

El indigenismo dirigido del que parten expresiones como la tan cazurra ‘Nada que celebrar’ no es más que una cortina de humo para disfrazar una realidad: si hubo exterminio fue promovido por los bisabuelos de los que ahora enarbolan esa bandera, y si hay atraso económico es por la incompetencia de esos mismos bisabuelos y sus sucesores.

Por estas y otras razones que darían para un libro, cuando lea u oiga el ‘Nada que celebrar’, tenga la compasión que merece un indigente mental y, si acaso, respóndale: me parece estupendo, espero verte en el tajo a las 8, aunque sea lunes festivo.