Surgieron hace poco más de una década, aunque de forma tímida, y han ido tomando posiciones como un navío en un conflicto bélico. En sus inicios presumían ante sus fieles seguidores de los lugares en los que veraneaban, las exquisitas recetas que elaboraban o las arduas tareas que desarrollaban en defensa de la humanidad; pero con el paso del tiempo han pasado a convertirse en cazadores de primicias, muchas veces distorsionadas y nunca contrastadas, que pretenden competir con acreditados medios de comunicación que han demostrado su rigor durante años.

Estoy convencido de que cuando en 2004 Mark Zuckerberg lanzó Facebook no era consciente de la dimensión que alcanzaría un proyecto que hoy tiene millones de adeptos en el mundo, muchos de ellos más preocupados por ensalzar su propio ego que por prestar un verdadero servicio social.

Los nuevos periodistas que han nacido con la proliferación de las redes sociales plagian, critican, opinan y se toman la licencia de identificar los bulos aunque no lo sean. Hoy en día un smartphone es una herramienta periodística al alcance de millones de personas que ni saben comunicar ni toman conciencia de las consecuencias que puede tener la difusión de una de sus informaciones. La comunicación escrita, apoyada o no con imágenes, requiere la existencia de un emisor que genera un contenido y de al menos un receptor que se convierte en el destinatario del mensaje. Y la trascendencia de la información será mayor cuanto más elevado sea el número de personas que la reciban.

Los medios de comunicación -todos en general y los escritos en particular- atraviesan un delicado momento como consecuencia de la irrupción de las nuevas tecnologías que han relevado al papel a un segundo plano. Los periódicos ya no son diarios, son instantáneos, porque Facebook y los nuevos periodistas les obligan a captar la actualidad al minuto de que el hecho se produzca. En las últimas tres décadas hemos pasado de las linotipias al offset, y de aquí al mundo digital; muchos cambios para tan corto espacio de tiempo que han obligado a las empresas periodísticas de prensa escrita a convertirse en medios digitales en los que la imagen es esencial en un soporte que ha dañado terriblemente al papel. Al mismo tiempo, los periodistas -los de verdad, no los de Facebook- han tenido que adquirir nuevas destrezas para el desempeño de su labor y ahora son escritores, cámaras, fotógrafos y editores.

Una de las terribles consecuencias que ha desencadenado la pandemia que nos azota es la merma de la calidad en las producciones informativas. Durante la primera oleada de la pandemia, acreditados y solventes medios que cotizan en bolsa nos han ilustrado día tras día con mediocres conexiones por skype con sus colaboradores, como si las nuevas tecnologías no les permitiesen el acceso a soluciones técnicas asequibles con las que afrontar un directo. En el nuevo periodismo, el de las redes sociales, todo ha caído tan bajo que los grandes medios se han introducido en el círculo de la mediocridad convencidos de que el nivel de su audiencia ha caído tan en picado que ni siquiera valora la calidad.

Los periodistas y las empresas que les tienen en nómina tienen ante sí el reto de establecer un elemento diferenciador frente a los nuevos comunicadores que tienen tantos amigos en las redes como enemigos en la vida real. Cada cual ha de defender su linea editorial, pero el elemento común de todos ha de ser el rigor y la solvencia profesional que sólo se consiguen contrastando las noticias y poniendo al alcance de sus lectores u oyentes un producto informativo de calidad. Las redes sociales bien utilizadas pueden ser una herramienta de apoyo útil para el informador, pero nunca deben formar parte de su sustento profesional.