Estos días vuelve a estar de actualidad la cuestión de la memoria histórica, aquella ley heredada de  los tiempos del zapaterismo que el gobierno de coalición del PSOE y Unidas Podemos, acaba de sacar adelante con el apoyo del partido independentista vasco EH Bildu. La controversia está servida, no sólo por las formas, dada las exigencias que la formación abertzale ha establecido para poder apoyar la iniciativa, sino también  por el trasfondo de la cuestión.

La gran pregunta para responder es la siguiente: ¿realmente esa norma, ahora denominada como de memoria democrática, responde al objetivo fundamental para la que se supone está definida (reparar los daños causados a las víctimas del franquismo), o hay algo más oscuro detrás? ¿acaso su intención no es otra cosa que la de hacer un revisionismo histórico interesado?

En el caso de que esa última tesis fuera cierta, podríamos seguir preguntándonos: ¿por qué esa obsesión por parte del poder político a la hora reescribir la Historia?

Es inevitable no pensar en el concepto de la Hegemonía Cultural, aspecto ya tratado en esta columna y que tiene que ver con uno de los pilares básicos sobre el que se sustenta el modo de hacer de la Alogocracia, que no es otro que el nacimiento de una nueva moral que sustituya los valores clásicos que han mantenido  a occidente con sus señas de identidad durante siglos.

Tal y como sostiene el economista Jano García, para entender el concepto de Hegemonía cultural hay que recurrir a la figura de Antonio Gramsci, el político comunista italiano de la primera mitad del siglo XX- Gramsci, reaccionario como el que más pero analista e inteligente como el que menos, se percató de que el dominio de las masas no se sustenta mucho tiempo sobre un Estado represivo, sino que el adoctrinamiento generacional debe apoyarse en el control por parte del Estado de la educación, los medios de comunicación y las instituciones religiosas.

Podemos matizar algunas consideraciones de las ideas del político italiano, pero bien es cierto que la fórmula de Gramsci es válida actualmente, sobre todo en aquello que tiene que ver con la educación y la divulgación del mensaje que se quiera transferir en el inconsciente colectivo de la sociedad.

Realmente, esto es lo que está sucediendo en todo occidente, incluido España.

Nuestra nación no es un país diferente al del resto de los de nuestro entorno en lo que se refiere a las cuestiones fundamentales del discurso alogócrata (igualdad de género, medio ambiente, racismo, xenofobia…), así como a su metodología de transmisión del mismo, y por lo tanto estamos sometidos al constante debate público causante de un cisma social importante, con el único objetivo de justificar así la diferenciación de los bloques de pensamiento “progresista” y “conservador” bajo un prisma de radicalismo ideológico irrespirable.

Además, en nuestro país, existen asuntos controvertidos de nuestra Historia que se utilizan frecuentemente en esa misma batalla cultural por el triunfo ideológico, como es el caso del franquismo y sus derivaciones. Sin duda, estamos hablando de un suculento caldo de cultivo al que se recurre cuando hay que encender la llama de la discordia, sobre todo cuando conviene mirar hacia otro lado ante la problemática de los asuntos cotidianos: “Divide y vencerás”, dice el dicho, imposible ser más acertado en esta cuestión que nos ocupa.

No obstante, el conflicto no es el objetivo último que se persigue sino un efecto colateral puesto ya que lo que interesa es el triunfo total  en la batalla cultural a todos los niveles,  y eso pasa por  la transmisión de una única visión de la realidad para que la conozcan así las generaciones futuras, tal y como sucede con el resto de los mensajes que se encuadran dentro de la denominación de “progresismo internacional”. Esa es la hegemonía cultural de la que hablaba Gramsci, una forma artificiosa de crear una nueva moral que impregne a la sociedad, y que así la transforme hacia una manera de entender el mundo basado en un discurso único vestido de democracia que dé sentido a un modelo de sociedad que dure más de mil años.