En la pasada entrega abordamos el asunto del adoctrinamiento de masas desde la perspectiva de los discursos emocionales.

Recordemos que en aquella ocasión, nos centramos en analizar los conceptos ideológicos de base de una nueva manera de hacer política en la que mediante la invocación emocional y que definimos como Alogocracia, se ha conseguido abrir un cisma social que busca perpetuar una diferencia entre individuos donde la simplificación de los discursos en torno a cuatro o cinco asuntos recurrentes siga dando sentido a la vieja lucha de clases, si bien adaptada a los tiempos actuales.

Hoy nos vamos a centrar en analizar cómo funciona el engranaje de la psicopolítica, es decir, la manera en la que los estamentos de poder consiguen vigilar y adoctrinar a las masas mediante su influencia en la psique del ciudadano, y en donde la invocación emocional juega un papel imprescindible.

Se trata, sin duda, de la forma más evolucionada de control que haya existido jamás, mucho más efectiva que las formas clásicas empleadas por el poder en sociedades disciplinarias, donde se podría (y se puede) controlar el aspecto físico del individuo, incluso sus pensamientos, pero no se llegaba a alcanzar del todo a una de las esencias del ser humano, su inconsciencia.

Nos vamos a basar en dicho análisis en las aportaciones del archiconocido y mediático filósofo surcoreano afincado en Alemania Bying-Chul Han, quien defiende la hipótesis de que el capitalismo del siglo XXI, surgido de la metamorfosis de la idea clásica y romántica del capital decimonónico, y que ha dado lugar a lo que Han define como “neoliberalismo”, ha permitido la aparición del llamado como “sujeto del rendimiento”, es decir, un prototipo de individuo que vive atrapado en una búsqueda constante de un proyecto vital de éxito ( y que realmente los despersonaliza), convirtiéndose en explotadores de sí mismos, en siervos y señores de un ideal que bajo una supuesta aura de libertad (que realmente no lo es tanto), condiciona sus vidas hasta límites insospechados  rozando incluso con la enfermedad (hoy en día hablamos de depresión y síndrome del quemado como patologías de nuestro tiempo, y que mucho tienen que ver con el fracaso personal ante los retos personales y profesionales).

Han, en sus diferentes obras que abordan en este asunto, aunque debemos mencionar preferencialmente su ensayo “Psicopolítica” (Editorial Heder 2014), nos desgrana tales ideas, demostrando el éxito sin paliativos de la estrategia de manipulación neoliberal, explicando el por qué de la necesidad de influir en el espectro emocional como paso previo a la captura del inconsciente colectivo, dado el carácter prerreflexivo de las emociones y su condicionador conductual posterior.

Unida a esta circunstancia, está el hecho de la transfiguración de la idea de trabajo que actualmente impera en las sociedades capitalistas, condenado a ser un mal necesario para alcanzar lo que de verdad interesa, el espacio para el ocio en donde es consustancial la cultura  de la salud (“la mera vida se ha transformado en salud, en vigorexia, en sexualidad”, dice Han). Como consecuencia de ello, los productos que se venden ya no son bienes tangibles (al menos no su esencia), sino estados emocionales: se compra para “ser feliz”, para “sentirnos bien”.

Justamente es eso lo que venden muchas de las empresas actuales, la felicidad del consumidor; las grandes multinacionales muchas de ellas de procedencia norteamericana han incorporado en su estrategia empresarial dicho mantra emocional en su idiosincrasia. La idea de negocio actúa como un eje vertebrador emocional que aglutina a aquellos que se sienten partícipe del proyecto (clientes y trabajadores). En esa estrategia agresiva las organizaciones funcionan como verdaderas sectas religiosas en las que los sacerdotes son realmente coaching emocionales y las homilías estrategias para eliminar los malos pensamientos que afecten al rendimiento, siendo para ello imprescindible  las estrategias anglosajonas de autoayuda así como demostraciones constantes de los casos motivadores de éxito vestidos como “formaciones”.

Junto a ello hay que destacar la necesidad de sentimiento de masa al más puro estilo canettiano, es decir, el instinto individual de aglutinación para así aliviar el sentimiento de miedo que provoca la distancia y el aislamiento personal, y que queda superado mediante eventos de masa, reuniones en las que los integrantes se convierten en lo que Canetti define como “cristales de masa”, gérmenes de nuevos soldados de la misma causa.

En dicho proceso de constitución de la masa juega un papel estelar dada su capacidad proliferativa internet y las redes sociales (los templos de estas nuevas religiones del consumo), el vehículo que condiciona lo que Han define como la sociedad de la transparencia, el escaparate  en el que los individuos tendemos a desnudarnos además sin pudor alguno; es precisamente esa manera de mostrar nuestro espíritu el que es empleado como panóptico de control “amable”, sobre el que nosotros mismos nos autocensuramos o nos  autoconfirmarnos con las tendencias imperantes según la dictadura del “me gusta”.  Es la estrategia perfecta para la manipulación de masas.

Al entrar en la red, además, nos convertimos en “Big data”, nos transformamos en información sucesiva sin ningún tipo de narración lógica (como es realmente la historia de cualquier vida de un ser humano). Podemos decir que nos despersonalizamos en cierta manera. Por otro lado, vendemos gratuitamente nuestro ser más profundo, generando así una base de datos que funciona como una especie de inconsciente colectivo digital que utilizado con fines siniestros, establecen productos, ideas y tendencias a la carta según las clases de individuos que interesen para tal o cual idea de negocio. Hay todo un mercado de datos a nivel global como bien sabemos.

Todas estas observaciones asustan, conocerlas nos hace por lo menos ser conscientes de los peligros silentes a los que nos enfrentamos en esta sociedad de la tecnología y de la información, algo que nos debe obligar a actuar en consecuencia, puesto que no hay bienes más preciados que la vida y la libertad, dos de los atributos que más amenazas sufren dentro del entramado neoliberal al que estamos expuestos.