En este país en el que nos vestimos de hipócritas desde que amanece, nos hemos acostumbrado a confundir la solidaridad con la estupidez y aún no hemos aprendido que ceder no es lo mismo que presionar ni compadecer es sinónimo de aguantar. Una cosa es consentir y otra sufrir, y si aún no queda claro, no es lo mismo tolerar que soportar.

Hace casi tres décadas, Talayuela llamó a las puertas del mundo en busca de ciudadanos interesados en optar a una vida mejor. La mala gestión de los cultivadores de tabaco, que no supieron adelantarse a los acontecimientos y llegaron tarde a la mecanización del sector, arrastró a centenares de ciudadanos de Oujda, una de las zonas más pobres de Marruecos, a un municipio que les ofreció trabajo y dignidad. Fruto de ese esfuerzo, la Junta de Extremadura decidió en 2004 conceder la medalla de Extremadura a esta localidad «por ser ejemplo de integración de la población marroquí y modelo de convivencia entre culturas».

El racismo es un sentimiento exacerbado del sentido racial protagonizado por un grupo étnico que implica una discriminación o persecución contra otros. Generalmente está establecido, porque así nos han adoctrinado, que el racista y el xenófobo es aquel oriundo de un lugar que excluye de su círculo de poder al inmigrante, como si el hecho de haber nacido en ese sitio le otorgara cierto privilegio frente al recién llegado. Pero nunca jamás he tenido conocimiento de que se dé por sentado que el racista sea el otro, el que llega y no se adapta a los usos y costumbres del lugar de acogida, el que patea las normas de convivencia, el que amenaza y agrede, el que, en definitiva, crea su círculo cerrado y prohíbe el acceso a los demás.

Talayuela siempre ha sido generoso, aunque hay que lamentar que haya perdido parte de su identidad. Permitió que derribaran El Pilón, dejó en el olvido los gigantes y cabezudos de la infancia de miles de niños y, por perder, perdió hasta la tradición de la silla, ingeniosa celebración de Carnaval en la que los hombres por un lado y las mujeres por otro montaban sobre una silla a un contrario para llevarle a un bar en el que abonar una ronda. Pero si algo ha caracterizado a Talayuela durante casi tres décadas ha sido la elegancia de cuantos la habitan.

Los años 90 llevaron a Talayuela a los primeros moradores desplazados de una de las zonas más empobrecidas del Marruecos rural; primero llegaron los hombres, luego sus mujeres e hijos y, finalmente, toda su familia, incluidos ascendientes. Abrieron sus propios comercios, sus bazares y lugares de ocio y en 2006 era tan abultada la población inmigrante que el ayuntamiento les autorizó la construcción de un centro cultural islámico que, entre engaño y silencio, terminó convertido en mezquita.

Desde hace casi 30 años los vecinos de Talayuela viven en un municipio en el que la integración está en el aire, porque han hecho más por la convivencia con el recién llegado los propios residentes que aquellos que se negaron a aceptar las costumbres de quienes les acogían. Ahora mismo es tan probable ver a un vecino de la localidad en un establecimiento regentado por un magrebí como improbable ver a un inmigrante en un comercio del municipio que le acogió.

La escalada de tensión que vive Talayuela no la están protagonizando sus residentes naturales, sino quienes se niegan a acatar las más elementales normas de convivencia social en medio de una pandemia que no distingue entre clases sociales, etnias o religiones. Ningún vecino de Talayuela, nacido, criado o llegado, merece un comportamiento hostil, menos aún si quien lo protagoniza es alguien a quien se acogió sin miramientos. La talla de los políticos no se mide en centímetros, sino en hechos, y hay muchos vecinos en este pueblo del Campo Arañuelo que esperan una respuesta de las autoridades regionales a la demanda que de manera insistente se les ha hecho desde el ayuntamiento para que Talayuela no se vea obligado a devolver la medalla que le entregaron hace 16 años.