Decía Fernando Savater en su ética para Amador que “nadie ha vivido en tiempos completamente favorables en los que resulta sencillo ser hombre y llevar una buena vida”. El mismo autor continúa diciendo en la citada obra que “siempre ha habido violencia, rapiña, cobardía, imbecilidad (moral y de la otra), mentiras aceptadas como verdades porque son agradables de oír…”. Claramente, con este comentario, el genial autor vasco pretende adormecer de alguna manera la mirada con la que debemos analizar críticamente cada una de las épocas que nos tocan vivir.

No obstante, es obvio que en los momentos actuales se palpa una tensión especial en el contexto global y también en el particular a la que no estamos acostumbrados ni tampoco parece que preparados.

Si nos centramos en nuestra parcela de país, por ejemplo, no son pocos los retos que nos tocan afrontar a corto y medio plazo: la crisis sanitaria, la económica y también la institucional. Sobre esta última me gustaría disertar en estas líneas.

En estos días todos estamos expectantes con las noticias que derivan de la jefatura del Estado, y más concretamente, de la situación comprometida en la que se encuentra el rey emérito a propósito de sus presuntos asuntos turbios con el cisco, hecho que ha motivado la salida del país del propio monarca.

Tal circunstancia, relativamente inesperada, ha encendido desde diferentes medios e incluso instituciones una cierta fiereza para el debate público sobre la conveniencia o no del modelo de Estado actual, que como bien sabemos todos, se articula en una monarquía parlamentaria.

Antes de defender mi tesis me gustaría posicionarme en ese debate: abiertamente, me considero republicano. Entiendo que este modelo de Estado, bien llevado, es el garante de todos los derechos y libertades de un modelo liberal de democracia, incluyendo claro está la elección mediante sufragio del jefe del Estado.

No obstante, asumo que nuestro país es de tradición monárquica, una tradición que no ha nacido de la espontaneidad sino del marco histórico en la que se ha configurado nuestro país, algo que no ha cambiado (al menos aún) tras cuarenta años de democracia entre otras cosas porque no hay republicanos, como bien apuntaba Julio Anguita en alguna de sus últimas entrevistas, y sí algunos nostálgicos de períodos históricos que desde la izquierda se han idealizado (que condujeron a conflictos sociales sin precedentes, por cierto), además de antisistemas de cualquier orden establecido aglutinados bajo el amparo de ese maná que supuestamente traería la república.

Pero para que haya República, sin duda alguna, debe haber un proyecto republicano sobre el que debatir, algo que actualmente no hay.  Por otro lado, en el supuesto de que lo hubiera, no se dan las circunstancias para afrontar con garantías democráticas un debate de esta magnitud, ni socialmente ni tampoco parlamentariamente donde reside un cisma ideológico perverso en estos momentos. La política en este país está en su peor momento como bien estamos viendo día tras día.

La otra vía que pudiera existir para el salto republicano se descarta por sí sola ya que los alzamientos revolucionarios que parecen defender algunos reaccionarios de esta época que siguen viviendo en la anterior, bien los dejamos para las utopías, o mejor dicho, para las distopías, porque la poca experiencia que nuestro país ha tenido en estos menesteres lo que ha llevado es a la confrontación civil como bien nos ha demostrado la historia, momentos en los que la crispación social y política se asemejaba muy mucho a la actual, por cierto.

Claramente, el cambio de modelo de Estado es inviable actualmente: lo que toca ahora es precisamente lo contrario, unidad y sentido de país para afrontar estos difíciles momentos y eso lo representa como ninguna otra institución la corona, a pesar de sus errores que claramente los ha tenido porque no olvidemos que las instituciones están ocupadas por personas, y las personas cometen errores (ya veremos si delito) que en el caso del emérito han sido ya juzgadas por la sociedad. Está por ver si lo mismo ocurrirá judicialmente.

Pero a pesar de todo, es innegable el servicio que ha dado la corona a la estabilidad nacional, siendo garante de la paz, la concordia y el progreso de nuestro país, además de permitirnos salir de uno de los períodos más oscuros de nuestra historia sin derramar una gota de sangre, período del que todavía estamos pagando las consecuencias en muchos aspectos y que no se nos debería olvidar nunca.

Gracias al modelo que trajo el régimen del setenta y ocho, entre otras cosas, podemos debatir libremente sobre estos asuntos tan profundos y que el propio rey emérito esté en el punto de mira de la sociedad española, incluso al borde de la causa judicial. España se ha hecho mayor democráticamente y eso ha sido gracias a nuestro modelo de país, que es, nos guste o no, el de una monarquía parlamentaria.