(Hacia una ecología de la atención)

“Circunstancia de encontrar por casualidad algo que no se buscaba”. Nada mejor que empezar el año con alguna rara casualidad ni en sueños tenida en cuenta. Y resulta que nos encontramos con el término “serendipia” que la edición del Diccionario de la RAE recoge en 2014, como un algo valioso por accidental, una casualidad favorable. Leer cuando suceden acontecimientos.

“Serendipia” es  un término adaptado del inglés “serendpity” que resulta ser el antiguo nombre de Sri Lanka. El poeta Horacio Walpole lo usó en 1751, traído de un cuento del cinquecento italiano, “Los tres príncipes de Serendip”; unos príncipes de Ceilán que resuelven sus problemas por medio de sorprendentes casualidades. Un arte narrativo del encuentro fortuito, que quizá no resuelva algo en especial, pero sí nos puede permitir situarnos mejor entre tanta pandemia social y mental reunida.

Y de encuentros de literatura, de narrativa impensada, de literatura menor, es lo que remite esa expresión. Y nada mejor que acercarse a lo inesperado, a lo no evidente, pero que nada tiene que ver con lo perdido, con lo fracasado o con aquello que todavía nos falta por hacer. Y eso es lo que pretenden las narraciones cortas, los cuentos y relatos pequeños, llenos de gestos mínimos, minorizados con respecto a los grandes relatos y las grandes novelas.

Por esto traemos aquí las lecturas de Samuel Beckett (Dublin,1906/Paris, 1989) y las de Cristina Fernandez Cubas (Arenys de Mar, 1945).

Samuel Beckett es un escritor irlandés que escribió la mayoría de su obra en francés, una obra narrativa y teatral minimalista, con una escritura que elimina el máximo de palabras, que suprime siempre el sentido último para recomenzar una y otra vez. Como si narrar con lo mínimo, con pocos personajes y un espacio reducido, pudiera convertir a los lectores en uno de esos protagonistas que buscan encontrar en lo no previsto, y sin embargo decisivo, el devenir como futuro a descubrir. Un escritor, lo que pretende es conectar lectores que intervengan, que puedan cambiar el horizonte del relato. Releer.

Y ahí está, “Esperando a Godot” (1952) una obrita que puede llegar a ser esa búsqueda desesperante de algo, de alguien que nadie conoce y todos esperan. “Un camino en el campo. Un árbol. De tarde”.  Dos personajes fuerzan una cita para esperar a Godot. Y no llega. Conversaciones sin fin para esperar, inmóviles. Uno quiere recordar y otra duda. Uno tiene dolores físicos y el otro se enreda en sus pensamientos. Lo que pretenden no termina por llegar , en ese paisaje aplanado donde el tiempo se repite una y otra vez.

-Vladimir: ¿Qué? ¿Nos vamos?

-Estragon: Vamos

No se mueven.

¿En qué puede favorecer su inmovilidad mientras deciden? Quizá esperan a que llegue esa lectura, la nuestra, que por desconocida contribuya a la continuación de la historia. Parecen abandonados por su creador, el escritor, pero siguen vivos. Cuando uno lee “imposible desear otra cosa que lo conocido” se comprende mejor que se tienda a identificar la realidad y la ficción. Uno espera reconocer su propia existencia en ello.

Cristina Fernandez es maestra indiscutible en los relatos cortos, en español, donde todo se deshace y se rehace en un final que retorna siempre al principio para dar sentido a lo narrado. Historietas despojadas, acortadas, personajes que quieren escapar del sitio para en ese afuera contemplar mejor el absurdo cotidiano. “Volvemos a estar sin estar. A mirar sin ver”. …”. Una y otra vez, cada relato plantea una pregunta acerca de qué nos impide ver la realidad. Cada cuento nos pide entrar, como lectores, en un espacio misterioso, nos obliga a entrar en el cuadro que nunca es exhibido de la única manera posible.

La habitación de Nora” (2015) parte de lo insólito, de lo inquietante de una fantasía primera que nos arrastra a un final entendible por absurdo que parezca. “La nueva vida, la nueva vida, la nueva vida…”, que nos obliga a volver a leer por si se nos ha escapado algo. Nos obliga a descubrir lo que no pensábamos buscar tan fácilmente. Siempre hay algo más entre personajes que conforman una familia, en los encuentros azarosos y entre una clase de escolares donde una niña, las nuevas generaciones, nos abre los ojos. ¡Qué se nos escapa el sentido del mundo! Por supuesto que sí. Leer.

“Así que cierro los ojos, respiro hondo…, y espero. Espero a escaparme de un cuerpo en el que no me reconozco. Espero a contemplarlo desde fuera. Espero, en fin, a que la familia se tranquilice y las aguas, poco apoco, vuelvan a su cauce.

Entonces, como siempre, podré contarle un montón de cosas a quien yo me sé”.

¿En qué pueden favorecer lo imprevisible de los encuentros? En acercarnos a una literatura de la perplejidad, del no-sentido, una literatura menor contada a través de temas pequeños donde es posible establecer nuevas reglas; la del no saber demasiado, la de la paciencia de detenerse y, la de pedir la atención con la palabra escrita.

La literatura menor, sin ortodoxia, nos hace practicar una ética de las pausas, de la paciencia, del encuentro fortuito antes de tomar nuevamente un camino u otro. que precisa no de abismos y sí de creaciones encontradas, de rebeliones aun por nacer. La literatura es una burla del espacio y del tiempo. El lado absurdo de lo trágico mientras se pasa el dolor y la muerte, largo recorrido de aguante que solo la pausa, la parada, nos hará imaginar un camino nuevo por inesperado.

Hoy que, en el uso instantáneo de las redes sociales, nos embarullan mezclando la realidad con la ficción, quizá la lectura literaria nos devuelva el que “no todo está decidido”. Entresacar líneas de fuga creativas de un “serendipia” , de una atención, que nos acerca a conexiones casuales, no buscadas premeditadamente, pero que con ellas es donde mejor nos entendemos.

La literatura como cruce de fuerzas de lo aun inédito. La lectura como capacidad de una salud pequeñita, como efecto literario que cualquier puede descubrir ante tanto remedio.