Diversos estudios científicos realizados tras desencadenarse la terrible pandemia que nos acongoja han llegado a la conclusión coincidente de que el estado de salud previo a contraer la Covid-19 condiciona la gravedad de su desarrollo, o dicho de otro modo, las posibles complicaciones de la enfermedad son mayores si el paciente presenta patologías previas.

Las enfermedades oncológicas y cardiovasculares o la diabetes son un enemigo para quienes tratan de vivir el día a día sin unas complicaciones que están llegando en forma de virus malicioso a los hogares, a los coches, a los colegios, a los puestos de trabajo, a los hospitales e, irremediablemente, en muchos casos, a los cementerios.

Soy de los que comparten la opinión de que en los telediarios han sobrado aplausos y han faltado ataúdes, porque el miedo se propaga tan rápido como el coronavirus. Es cierto que en esta crisis sanitaria el Gobierno no ha dado la talla, pero tampoco los ciudadanos hemos estado a la altura que las circunstancias requerían. Sólo cuando nos han sometido a regímenes de aislamiento forzoso hemos logrado frenar la evolución de una enfermedad que se ha cobrado la vida de miles de personas.

Si ya es preocupante presentar una dolencia en condiciones normales, lo es mucho más en los tiempos que corren; y no sólo porque el riesgo de sucumbir es mayor, sino porque de la noche a la mañana un individuo puede pasar de estar vivo a formar parte de una fría estadística en la que priman los números sobre las personas.

En medio de esta terrible lacra asistimos diariamente a la voracidad de las cifras que nos convierten en nada, en simples muertos que hace unos días estaban vivos y hacían su vida dentro de la más absoluta normalidad. La correlación entre enfermedades cardiacas, respiratorias u oncológicas y la gravedad del ataque de Covid-19 no significa que se justifique la muerte. Porque durante todos estos meses jamás hemos oído si la persona de 70 u 80 años que había fallecido presentaba patologías previas; eso lo hemos dejado para los de 40, 50 ó 55 años de edad, como si el hecho de padecer una dolencia fuese motivo suficiente para justificar la pérdida de una vida humana.

Nos hemos vuelto tan fríos y distantes que los números superan a los sentimientos y cada día asistimos con indiferencia a la lectura de titulares que ni siquiera nos molestamos en abrir porque son prácticamente idénticos a los de ayer y a los de la semana pasada. La vida nos está obsequiando con la peor de las prebendas con que habíamos soñado y resulta difícil digerir tanto sufrimiento en tan corto espacio de tiempo. Y mientras, la vida sigue, de una manera distinta, pero sigue, como si fuésemos pedaleando montados sobre una bicicleta cuesta arriba con respiración artificial.