Aquellos niños del tardofranquismo pasaban largas horas de la tarde jugando al balón y sólo hacían un receso para ir a sus casas a tomar el bocadillo. Seguramente sus madres habrían ido por la mañana al comercio de ultramarinos a comprar media libra de chocolate con leche y unas sardinas prensadas que el comerciante solía tener encima del viejo mostrador y que vendía por unidades. Terry siempre se preguntó quién ordenaría de forma tan minuciosa aquellos peces que aparecían milimétricamente colocados en una caja de madera redonda que desprendía un fuerte olor que se mezclaba con el de los barnices, galletas, especias, perfumes y miles de productos más que sólo acertaba a sacar de su escondite aquel señor de pelo canoso.

Aquella primavera del 73 el Atlético de Madrid se proclamó campeón de liga y los niños del balón disfrutaban cambiando los cromos de un álbum que valoraban como un tesoro. Eran los tiempos de Melo, Adelardo, Ufarte y Gárate, a los que los chicos veían a través de un televisor en blanco y negro en el que difícilmente se apreciaban las jugadas y, menos aún, sus rostros. Por eso tenían tanto valor aquellos cromos en color que, a falta de pegamento Imedio, se untaban en el álbum con una mezcla de harina y agua.

A las cinco de la tarde llegaba el Correo en un autobús que procedía de Madrid y había que cumplir con la única obligación de la tarde, que era repartir el diario Ya de la Editorial Católica. El ritual siempre era el mismo y aquellos tres niños realizaban día tras día el mismo trayecto para entregar el periódico al maestro, el cura, el bancario y algunas personas más que disfrutaban leyendo las noticias caducadas que llegaban de la capital. Siempre iban a pie, y no sé por qué motivo cada jornada les acompañaba una bicicleta Orbea de color verde que, posiblemente, utilizasen para soportar la carga de aquellos periódicos que, todavía oliendo a tinta, ofertaban en su contraportada llamativas promociones de viviendas en los mejores barrios de Madrid.

Una tarde, los niños del balón decidieron ir al vertedero porque había una promoción de Mirinda, un refresco que gozó de mucha popularidad en la época y que ofrecía una bebida gratis a quien presentase premiado el plástico interior de la chapa. Los camareros de los bares no perdían su tiempo en tal tarea y lo arrojaban a la basura, algo que pronto advirtieron los chicos que, acompañados de su perro, se metieron entre los desperdicios para localizar los restos del bar que más vendía. Pero de poco sirvió el esfuerzo, pues en un pueblo en el que todos se conocían, el comerciante de la carretera se negó a entregar tan codiciado premio argumentando que la bebida no se había adquirido en su establecimiento.

Algo que no faltaba nunca en las casas era el Cola-Cao. La pegadiza canción del anuncio que se veía en la única televisión oficial logró convertirlo en la bebida indispensable del desayuno, pero también en uno de los mejores juguetes de aquella época. Una vez finalizado el bote, los chicos lo atravesaban con un alambre que hacía de eje, lo rellenaban de tierra para darle peso y consistencia, cerraban la tapadera y lo utilizaban como apisonadora. Y así, cuanto más se consumía en casa, más botes se unían y más largo era el invento que colmaba de felicidad a los niños y exprimía la paciencia de los padres, privados de las calurosas siestas del verano por el ruido atronador del invento sobre las aceras de cemento.

Un día los chicos se alejaron del populoso barrio en el que vivían y fueron hasta la Cerámica, una vieja fábrica de ladrillos abandonada situada a las afueras del pueblo que encerraba misterios y leyendas. Sus instalaciones estaban medio ocultas entre el subsuelo y la maleza y su interior era una especie de laberinto con puertas y túneles abovedados que contribuían a hacer aún más grandes sus enigmas.

Terry se enredó en una zarza que ocultaba el paso de una puerta en la que alguien había puesto con una tiza de trazo grueso y blanco una palabra en mayúsculas: FELICIDAD. Movido por la curiosidad se deshizo de las zarzas enganchadas en su jersey y traspasó aquella puerta de ladrillos que daba al exterior de la fábrica. Entonces miró hacia arriba y vio colgada en la pared una fotografía en blanco y negro cubierta por el polvo y las telarañas; tomó aire, sopló con fuerza y descubrió la imagen de tres niños de la calle. Dos de ellos abrazaban un balón y el del centro, a su vez, abrazaba a sus dos compañeros, que tenían la mirada perdida en el objetivo de una cámara de fotos anónima. Quitó la foto del muro, apartó con sus inocentes manos el polvo que quedaba y al darla la vuelta descubrió una frase escrita con tinta azul y cuidada caligrafía que decía: “Las puertas pueden abrir hacia afuera o hacia adentro, pero tu vida siempre tiene que abrirse hacia la felicidad”.