El diccionario de la Real Academia de la lengua reconoce hasta catorce acepciones de la voz “palabra”. De todas ellas, me voy a referir a la quinta, aquella que la define como el “empeño que hace alguien de su fe y probidad en testimonio de lo que afirma”, es decir, algo así como la representación lingüística de una especie de estandarte sobre el que se sustentan los actos de las personas conforme a los ideales que se disponen.

Con esta idea germinal, nuestra rica lengua, el castellano, ha formulado multitud de frases que en cierta manera nos muestran la relación que pudiera haber entre quien formula la palabra y la relación que pueda tener el susodicho o susodichos con la misma. “No tener palabra”, por ejemplo, refleja una omisión velada a la esencia del concepto, es decir, alguien que traiciona o ha traicionado a un credo e ideal que viola con su comportamiento. Esta actitud disruptiva en nuestra cultura es especialmente castigada socialmente; de hecho, forma parte de un plano de comportamiento execrable, negativo, alejado de la virtud que envuelve a la ética del buen hacer y del buen vivir (de la naturaleza, como dirían los estoicos). Aquella persona que es tildada de no tener palabra, frente a los otros, llevará consigo una losa que cuesta mucho retirar de sus espaldas.

Ya Marco Aurelio, en sus “Meditaciones” apuntaba sobre lo inapropiado de la traición frente a la palabra dada, un rasgo muy alejado de la facultad rectora: “nunca juzgues útil para ti mismo lo que tal vez te obligue algún día a quebrantar la palabra dada, a renunciar al pudor, recelar, imprecar, disimular, desear lo que solamente puede hacerse a puertas cerradas y tras las cortinas(..)”. No obstante, todos estamos continuamente tentados al incumplimiento de este precepto.

Las circunstancias nos ponen delante situaciones que hacen aflorar los errores que cometemos dada nuestra imperfecta naturaleza humana. La clave para la redención frente al error está en la asunción de la responsabilidad derivada del quebranto de la palabra, y, sobre todo, de la voluntad propia de no volver a infringir esa especie de pacto con nosotros mismos. Debemos entenderlo así para nosotros y para el resto de los mortales; cada amanecer del día es una nueva oportunidad, como decía Sábato, y la suma de todos esos amaneceres es el camino que llamamos vida, un continuo cambio hacia la perfección que obviamente nunca alcanzaremos.

Lo que no se puede aceptar es la conducta de aquellos que violentan la palabra de forma premeditada y sistemática, usando la mentira (es decir, la omisión de la verdad que la palabra debería conllevar) como una herramienta más para alcanzar sus fines, sin mostrar ningún tipo de arrepentimiento ni voluntad alguna de rectificación ante “el error”, que no es tal obviamente puesto que actúan bajo una consigna consciente.

El grado de civismo de una sociedad en parte se observa valorando el peso que la palabra dada tiene entre sus integrantes, de la importancia que la misma tiene a la hora de juzgar los actos de las personas. Atendiendo a este matiz, nuestra sociedad, la española, está sumida en un delirante estado de incomprensible abandono. La palabra parece que ya ha perdido todo su valor; de no ser así, no se entiende que de una forma tan velada se maltrate a la palabra y ello no tenga consecuencias.

Nos elevamos a la esfera política, una muestra representativa bastante evidente de todo esto que se apunta: vivimos sumidos bajo los designios de una delirante forma de hacer gobierno donde la palabra se prostituye al servicio del poder; da igual mentir, omitir la verdad (que en esencia es próximo), decir una cosa y la contraria casi al mismo tiempo, no decir nada (la ausencia de la palabra…premeditadamente), todo ello nunca tiene consecuencias (y los gobernantes lo saben), algo que no ocurre en otras sociedades incluso de nuestro entorno donde el incumplimiento de la palabra lo que lleva es a la asunción de responsabilidades y al abandono de la actividad pública: el que no cumple con su palabra es desterrado para siempre de la esfera pública.

¿Por qué nosotros nos encontramos tan alejados de ese esquema de comportamiento ejemplar? ¿adolecemos tal vez de un educación crítica y democrática acorde a los tiempos actuales, o sencillamente, hemos sido adoctrinados en el abandono de nuestros ejercicios cívicos donde el cumplimiento de la palabra dada debería ser un pilar fundamental? ¿Cómo hemos conseguido borrar de nuestra ética tales principios, tal vez debido al “SOMA” del cisma ideológico?

Este aspecto es ciertamente preocupante, un añadido más a la huida hacia adelante en la que nos encontramos como sociedad. Quizás que la solución empezara porque cada uno de nosotros analizara estos “pequeños” detalles que pasan desapercibidos a lo largo de nuestros días.