El Covid-19 no entiende de fronteras, pero España vuelve a colocarse a la cabeza -esta vez sí- de Europa y atraviesa la segunda peor oleada de la pandemia en medio de fuertes críticas de los profesionales de la Sanidad, con un elevado índice de contagios que va en aumento y con unas cifras de fallecimientos que nos sitúan en los mismos niveles que se registraron durante el estado de alarma.

En los últimos siete días Extremadura ha anotado 1.691 nuevos contagiados por Covid-19 y 12 fallecidos que elevan la cifra de víctimas mortales a 550 desde el inicio de la pandemia. Durante la primera ola debimos aprender más para no haber llegado a la segunda con un suspenso que no podremos recuperar en septiembre.

La atención primaria, que se iba a convertir en la punta de lanza en Extremadura, nos ha sorprendido con centros de salud cerrados al público y atenciones telefónicas; nuestros hijos pueden ir a clase y soportar la carga viral de un espacio cerrado, se puede disfrutar de las piscinas, de la playa y de los restaurantes, pero nuestros médicos están obligados a recetarnos dosis de tranquilidad telefónica.

Pedro y Pablo decidieron decretar el estado de alarma con inusitada rapidez y poca reflexión el 14 de marzo, después de dejarse ir de las manos una situación que habían previsto expertos de todo el mundo. Y con la misma celeridad con la que nos encerraron en casa decidieron empujarnos a la calle el 21 de junio, eso sí, después de haber prorrogado hasta en seis ocasiones tan drástica medida que ha abocado al cierre a miles de empresas en nuestro país.

Gobernar es un ejercicio complejo, pero hay una cosa que deberían haber aprendido quienes viven de la política, y es la imposibilidad de tomar decisiones que satisfagan a todos. El Gobierno se tomó el verano como un paréntesis en medio de una pandemia que nos dejó respirar, y no precisamente porque subieran las temperaturas, sino porque hubo un ejercicio de contención social que finalmente terminó desbordado. Y con la frágil esperanza de que el turismo iba a sanear las maltrechas arcas económicas del país, nos abrió al mundo para no ahondar aún más en la crisis que padecemos.

España ha tenido las puertas abiertas para todos. A este bendito país se ha podido llegar sin control alguno en avión, en barco o en patera, en el mejor de los casos esquivando un arco que supuestamente controlaba la temperatura corporal en los aeropuertos para apartar a quienes no cumplían los requisitos de estancia en tan atractivo destino turístico. Sin embargo la mayoría de los que han marchado han tenido que hacerlo, en unos casos con una PCR en la mano que acreditase fehacientemente no padecer el Covid-19, y en otros sometidos a cuarentenas quincenales que garantizasen un buen estado de salud.

Somos el país de la permisividad donde todo vale y eso tiene sus consecuencias, las que estamos pagando ahora en forma de platos rotos con niveles de contagio muy superiores a los registrados en el resto de Europa. Este viaje a ninguna parte nos arrastra al abismo mientras, a falta de inteligencia, rezamos para que una vacuna ponga fin a tanto desatino.

Las tres crisis que estamos viviendo -sanitaria, económica y emocional- ya nos están pasando factura. España es un país para vivirlo y disfrutarlo, pero a veces hay que tomar decisiones a sabiendas de que, aunque no gustarán a todos, beneficiarán a la mayoría. Lo peligroso es cuando esas decisiones no se adoptan porque nos perjudican a nosotros mismos.