Una de las corrientes filosóficas más singulares y controvertidas es la conocida como utilitarismo. Remonta su origen al siglo XVII siendo el filósofo, economista, pensador y escritor británico Jeremy Bentham el padre originario de tal corriente, si bien, hay que reconocer a otras voces destacadas que acuñaron y desarrollaron tales ideas, John Stuart Mills o William Godwith.

Con el utilitarismo surge un sistema moral que establece un mecanismo para la toma de decisiones tanto individuales como colectivas argumentadas sobre el principio de “la mejor acción es la que produce la mayor felicidad y bienestar para el mayor número de individuos involucrados y maximiza la utilidad”.

Tal axioma, como todo aquello que deriva del pensamiento, ha suscitado numerosas críticas entre otras cosas dada la problemática que entraña la dificultad de comparar la utilidad entre todos y cada uno de los seres humanos, algo que es del todo inconmensurable, o la contaminación costumbrista y preceptiva de ese “sentido común”, algo que debería de ser siempre objetivo pero que, sin duda, dada nuestra naturaleza, se deja arrastrar por el patrón subjetivo de las emociones.

Sea como fuere, a nadie se nos escapa que el buen gobierno de un entorno (llámese país, región municipio) inevitablemente, ha de estar supeditado a los principios utilitaristas en mayor o menos medida. La clave sin duda está en como definir esos filtros morales que puedan justificar los criterios de decisión que afectan a las colectividades.

Está claro que “la calidad gubernamental” debe medirse por ese acercamiento a la excelencia moral, es lo mínimo que puede esperar cualquier ciudadano que decide libremente que opción le interesa apoyar entre todas las posibles.

Existe una vieja idea muy extendida todavía en estos tiempos modernos que dicen que tales filtros los dibujan las viejas ideologías de bloque (derecha e izquierda); así se nos vende en el mercadeo electoral. La realidad, como todos sabemos, es bien distinta puesto que los criterios morales están establecidos por el contexto económico y político global, quedando el romanticismo ideológico supeditado a pequeñas parcelas locales muy discretas que a veces se convierten en humo, un humo que sirve para arrastrar a las masas enfurecidas hacia las urnas, aunque ese es otro tema en el que no quiero entrar (de momento).

Pero volviendo a la cuestión de la moralidad gubernamental y esos filtros a los que aludía antes, dos son los aspectos claves que a mi juicio debieran ser tenidos en cuenta para una buena praxis en la gestión.

En primer lugar, un gobierno moralmente bueno desde un punto de vista utilitarista es aquel que ha de vestirse con las mejores galas de pensamiento, aquellas que faciliten enarbolar un plan de ejecución de políticas con un fundamento sólido para adaptarse a los cambios de contexto cortoplacistas (algo tan propio de estos tiempos epidémicos en los que vivimos).  El asesoramiento, en este sentido, se entraña fundamental. Lo contrario es temerario, fruto de la improvisación e incapacidad para el buen gobierno. Es obvio que esto está pasando en nuestro país, hay demasiados signos y síntomas que así nos lo justifican: educación, sanidad, economía…. en todos esos campos estamos en la cola de Europa, y eso no es una casualidad.

La causa a mi juicio es multifactorial, pero hay un aspecto que es crítico y que urge cambiar: para la construcción (en este caso reconstrucción) de un país, es fundamental un plano de colaboración entre el gobierno y la oposición, justo lo contrario que estamos viendo en estos momentos. Un parlamento nacido para el cisma y la confrontación, radicalizado como nunca se ha visto en cuarenta años, aleja muy mucho ese escenario de cordialidad constructivista tan necesario para elaborar pactos que establezcan solidez y confianza y, lamentablemente, no parece que haya muchos visos de cambio. En este sentido, unas nuevas elecciones se atisbarían como única manera de desbloquear la inoperancia parlamentaria, algo que, por otro lado, no parece que vayamos a ver a corto plazo.

Por otro lado, está la transparencia informativa, otra asignatura pendiente. Tal y como hemos mencionado, las prácticas utilitaristas buscan un beneficio maximalista. A veces ese beneficio de muchos sino de todos es perjudicial para el individuo concreto, pero las decisiones de país deben ser tomadas así, sobre todo cuando la situación es crítica. Un gobierno moralmente bueno desde el punto de vista utilitarista debería mostrar una voluntad firme de transparencia informativa, realizando una labor de pedagogía que al menos sirva para justificar las decisiones que se hayan o se puedan tomar, muchas de ellas impopulares por ser contrarias para el individuo concreto.  Esto es bueno incluso hasta para el propio gobierno, que vería así legitimado su buen hacer. Pero ojo, no vale cualquier tipo de pedagogía; ésta ha de ser sincera y no manipulada, abierta al debate. Lo demás es liturgia de partido que, en vez de generar confianza, lo que provoca es justamente lo contrario.

Con todo este argumento, lo que se intenta mostrar y demostrar es que nuestra realidad actual se aleja muy mucho del escenario propicio para poder afrontar los retos actuales que tenemos como país. ¿A qué esperamos para empezar a trabajar por nuestro futuro? no es una pregunta retórica, es una cuestión que formulo directamente a nuestros gobernantes.