Huele a tierra mojada. Se aproximará la tormenta, aunque como a casi todo ahora le han puesto otro nombre. Y resulta que entra por el oeste, es decir, por el Atlántico de toda la vida, o como mucho por Portugal, una gota fría, que manda cojones que sea fría con el calor que llevamos arrastrando y el que llevo pasado en esas siestas de Dios, de piscina en piscina y tiro porque me toca.

Mi perro Cai, una raza de esas que llaman peligrosa, de esos que atemorizan con la mirada, está buscando donde esconderse y lleva toda la noche y la mañana debajo de la cama. La niña del bikini blanco con lunares negros, arropada en su toalla, muerta de frío, y con dolores en la espalda, pero demostrando al mundo que ahí está ella. Y yo, viéndome preocupado por la desconocida que cuenta una experiencia de terror y de posibles malos tratos, sin saber si es una novela de terror, o el terror de una vida.

¿Y después? Después viendo cómo vacían el Monedero y sus mariachis, como después de reírse del 15-M de un mayo madrileño en nuestra cara, de romper la ilusión de tantos y tantos, más antes que después empezarán a pasar por mi ventana, camino de los juzgados. Al final no eran clase, no; eran bichos. Les quedan dos telediarios, y por mucho que quieran desviar la atención con la monarquía y con lo que su amigo Iván les haya dicho, deberían explicar y explicar por qué ellos robaron y engañaron con cajas B, sin Bárcenas. El «Bobón» podrá decirse que recogió de otros sitios mejor o peor, pero no robó a las arcas del Estado.

La tormenta se acerca, es irremediable, ya me huele a tierra mojada, y después el cielo será más claro. Es posible que no tengamos que volver a las barricadas. Y la niña del bikini de lunares se convertirá en lunar y luna, y lágrimas de San Lorenzo en una noche sin luna.