Hoy, y yo diría que siempre, es importante traer a colación la voz de uno de los sabios más grandes que ha dado la cultura hispanoamericana, el argentino Ernesto Sábato.

En este caso lo vamos a hacer sobre el marco de su discurso a propósito de la entrega del premio Cervantes en 1984, un galardón que para el autor de Sobre Héroes y tumbas pasó por ser «el más importante de mi vida»- como él mismo dijo.

De todas las enjundiosas disertaciones propias de su ideario y que resume en menos de veinte minutos de una manera tan magistral (puede verse sin ningún problema en abierto en los canales de video de la red), quiero resaltar el guiño que Sábato hace sobre el concepto de la Hispanidad, ese complejo fenómeno que cosió bajo un mismo alma a más de veinte naciones del viejo y del nuevo mundo en torno a dos pilares básicos: la fe y la lengua.

Sobre lo último, claro está, profundiza mucho en su discurso (el escenario lo exigía), mostrándonos lo mágico del uso de un idioma compartido capaz de dotar al que lo practica de un sentimiento de pertenencia que se aleja de la cuestión de raza para adentrarse en un ámbito espiritual sin explicación racional. En este sentido, cita textualmente como ejemplos palmarios los casos de Rubén Darío y de Cesar Vallejo, escritores nacidos muy lejos de la vieja castilla, pero a la que sin embargo cantaron con una hondura sobrecogedora.

En 2023 ya no podemos hablar del imperio de otras épocas, es obvio, pero sí de la huella que éste dejó en todos esos pueblos y en la construcción inteligente que los estadistas de la época consumaron con la espada, sí, pero también con la transmisión de una cultura occidental y una lengua universal que ha sido fenómeno de progreso para el mundo en su conjunto mal que le pese a algunos.

Pero centrémonos en el propio proceso y no en el fin último de este «milagro» al que alude Sábato de cara a poder entender el punto en el que nos encontramos en estos momentos como país. Lo que ahora somos y lo que estamos recogiendo es la constatación de un proyecto invertido al de la conquista, es decir, a la desintegración programada de una nación centenaria que durante años han venido perpetrando los nacionalismos periféricos basado en la fe de una ideología rastrera, xenófoba y delirante y un uso torticero de la lengua para un fin disgregador que lleva implícito la ruptura de la concordia nacional, y el aprovechamiento de las grietas de ese conflicto para salir en estampida del acervo común al que pertenecen, les guste o no les guste:  la Historia es la que es por mucho que se intente reescribir y fabular como está ocurriendo en esta época.

La situación es complicada, crítica, pero aún no se ha dicho la última palabra puesto que los pueblos lo hacen sus ciudadanos y en España sigue habiendo resistencia por una buena parte de la sociedad, la gran mayoría diría yo a pesar de que hay otra que calla ante la gravedad histórica de la situación, y lo que es peor aún, algunos incluso lo justifican como un mal menor irremediable ante la tesitura de alcanzar el poder de lo que quede de nación (nunca la historia de un país costó cinco diputados en las cortes, nunca, y esto está pasando en estos momentos).

El domingo ocho de octubre miles de españoles libres se han concentrado en Barcelona, rechazando y repudiando la injusticia de una decisión política que está en camino destinada a ahondar más si cabe en la herida sangrante del independentismo, y que atenta impunemente contra los principios fundamentales de cualquier estado liberal que se preste. Yo ante eso, siento orgullo y que me hace seguir creyendo en este país y en sus gentes.