A veces los seres humanos creemos que, si una cosa es suficientemente horrible, no sucederá. «Es demasiado horrible para que tenga lugar», decimos, confiados en que una fuerza misteriosa y benéfica, sea natural o divina, intervendrá para que algo terriblemente catastrófico no se produzca. Craso error. Lo horrible también sucede y el resultado de las elecciones generales del pasado 23-J es la prueba.

Un tipo que representa todo lo que la política tiene de bajo, tramposo, ruin, voraz y amoral, un sujeto que copió su tesis sin siquiera molestarse en ser él mismo el plagiario, que intentó un pucherazo en el comité federal de su propio partido, que tiene la mentira como herramienta habitual de trabajo, que ha suprimido el delito de sedición para beneficiar a delincuentes que intentaron liquidar España como Nación, que ha suavizado las penas por malversación con el mismo fin, que ha pactado sin que le temblara un solo músculo de su pétreo rostro con el brazo institucional de una banda de asesinos, que ha indultado a condenados por haber perpetrado un golpe de Estado, que ha gobernado nuestro país cinco años de la mano de los que tienen como objetivo explícito su destrucción, que imprimió un giro incomprensible a nuestra política internacional sin informar previamente ni al Ejecutivo ni al Rey ni al Congreso firmando una carta al Rey de Marruecos redactada por éste, que nombró Fiscal General del Estado a su ministra de Justicia, que ha tomado por asalto el Tribunal Constitucional, que durante la pandemia tomó decisiones que el Supremo Intérprete de nuestra Ley Fundamental ha calificado de inconstitucionales, un individuo, en fin, que se comporta como un auténtico forajido políticamente hablando, sin que le detenga en sus fechorías ningún escrúpulo ético ni el menor rastro de pudor o de decencia, un pájaro de cuenta de semejante calibre, no sólo asombrosamente no ha retrocedido en las urnas hasta ser reducido a la irrelevancia por una ciudadanía asqueada e indignada por sus innumerables trapacerías y maldades, sino que ha mejorado su posición parlamentaria en dos escaños y, junto a la ristra de comunistas, independentistas y filoterroristas que le acompañan como siniestro y vocinglero séquito, está en condiciones de urdir una mayoría que le permita ocupar La Moncloa una nueva legislatura. Inaudito, pero cierto.

Hasta aquí la dura realidad. Por mucho que nos parezca inverosímil hemos de hacer un esfuerzo para comprenderla, pero no en sus aspectos más inmediatos y triviales, sino en su significado profundo y de largo alcance. En los días posteriores a las elecciones se ha emborronado mucho papel y se ha parloteado abundantemente en radios y televisiones sobre los aciertos y desaciertos de las campañas de los diferentes candidatos. Sin duda, este es un aspecto interesante, pero banal.

Salta a la vista que dedicar casi más esfuerzo a denigrar al competidor por la derecha y futuro socio imprescindible que al implacable adversario por la izquierda al tiempo que se acuerdan con aquél gobiernos en grandes ayuntamientos y en Comunidades Autónomas de considerable relevancia, no parece la estrategia más coherente ni más adecuada. La insistencia, por otra parte, sobre lo centrado y moderado que es uno muestra inseguridad y debilidad y un acomplejado deseo de hacerse perdonar por la progresía.

Explique usted cuáles son sus propuestas en fiscalidad, educación, pensiones, gasto público, neutralización de los separatistas, proyecto europeo, relaciones exteriores, seguridad, inmigración y demás asuntos de interés para el votante y su carácter templado y sensato ya se traslucirá en su lenguaje corporal y verbal y en el contenido de su programa, sin que haga falta que llame la atención sobre ello un día sí y otro también.

El anuncio de con quién le gustaría a uno pactar y con quién no, es ofrecer ingenuamente un flanco al enemigo para que te machaque. En una campaña nunca hay que referirse a pactos poselectorales por la sencilla y evidente rozón que todavía no se conoce la correlación de fuerzas. Lo que sí hay que asegurar a los electores es que todos los escaños que uno reciba serán empeñados en la defensa de los principios, valores y políticas concretas ofrecidas.

La verdad realmente incómoda de este penoso episodio es que el total de votos reunidos por las formaciones que pueden apoyar un Gobierno presidido por Feijóo es de 11.087.092 y el total amasado por la constelación de siglas que eventualmente son proclives a respaldar un Gobierno encabezado por Pedro Sánchez es de 12.427.169, es decir, una diferencia de un millón trescientas mil papeletas a favor del bloque «progresista» frente al liberal-conservador.

Una mayoría de españoles, pues, prefiere una España fragmentada a una España unida, un sistema educativo que fabrique analfabetos funcionales a uno que prepare a jóvenes capaces, una Nación en la que en partes de su territorio sea imposible escolarizar a un alumno en la lengua oficial del Estado a una en la que las familias tengan libertad de elección de lengua vehicular en las Comunidades con lengua cooficial, una economía colectivizada de impuestos confiscatorios que reparta pobreza y dependencia a una competitiva en las que las empresas florezcan y crezcan generando empleo y prosperidad, la autodeterminación de género sin restricciones a un tratamiento científica y socialmente bien fundamentado de la disforia sexual, la permanente burla al ordenamiento al imperio de la ley, el dispendio público desorbitado destinado a la satisfacción inmediata de demandas, sean razonables o no, con fines electoralistas a un manejo prudente del erario que nos proteja de la ruina y unas instituciones colonizadas por un poder de resabios totalitarios a una monarquía parlamentaria y democrática con separación de poderes y derechos y libertades individuales garantizados.

Las preguntas que surgen de manera automática son: ¿Por qué la situación es tan lamentable? ¿Cómo hemos llegado hasta aquí? La respuesta en muy sencilla. Desde la Transición hasta el presente, el PSOE, los nacionalistas y ETA han tenido un plan definido que han ido desarrollando sin pausa ni dar cuartel mediante una guerra ideológica continua hasta hacerse con la hegemonía del marco mental y moral de amplia capas de la sociedad española, mientras el espacio liberal-conservador ha actuado con un persistente apocamiento refugiándose en la mera gestión sin atreverse a desmontar con argumentos que fueran a la raíz de los errores conceptuales y éticos de la izquierda las tremendas y nocivas falacias de una cosmovisión que sólo ha producido allí donde se ha implantado pobreza, violencia y vulneraciones flagrantes de los derechos humanos. Es más, cuando en los sectores de la derecha han destacado figuras capacitadas por sus conocimientos, su coraje y su habilidad dialéctica para librar con éxito la batalla de las ideas, han sido marginadas y anuladas desde sus propias filas. En tanto este fenómeno no sea reconocido por los máximos responsables políticos liberal-conservadores y no actúen en consecuencia, jornadas amargas como la del pasado 23 de julio se repetirán sin remedio hasta el colapso definitivo.