Extremadura es una tierra fértil en muchos aspectos, una de ellas es la literatura. De aquí han salido literatos notables pasados, presentes y seguro que futuros.

En muchos de ellos la sombra telúrica de sus vivencias ha marcado su obra, tanto que han servido para vehicular obras notables, tal es el caso de Jarapellejos, novela singular del villanovense Felipe Trigo (1864-1916).

Con esta historia, Trigo traza una realidad de la Extremadura de la época dominada por caciques, algo así como un cuarto poder concentrado en una persona que dirigía los designios de las comunidades con mano de hierro por encima del orden establecido, puesto que él se consideraba a sí mismo como el único poder existente, una especie de rey sol a la sombra.

Pero realmente, ¿es Jarapellejos una novela propia de una época o un manifiesto que ahonda en otras cuestiones más profundas de nuestro acervo cultural, un mundo simplificado y compuesto por una élite que gobierna con mano de hierro  y un pueblo que lo permite o incluso lo mantiene con tal de no asumir responsabilidades, además de estar sometidos al miedo a la represalia?

Ya hemos discutido en alguna columna anterior sobre el perfil psicológico de los paranoicos poderosos, aquellos que asumen el poder como una cuestión de personalismo y que construyen su política y su corte de adeptos con el único fin de preservar su estatus, por encima de todo lo demás, un estatus que además se refrenda con las urnas por lo que la legitimidad en sus artes está justificada por el orden establecido.

Sobre esa cuestión convendría debatir en otro momento, la idea torticera que imperan en los tiempos que corren de validar cualquier acto si tienen la etiqueta de  “democracia”, un término que se está simplificando hasta la ridiculez y que permite justificar todo tipo de comportamientos autoritarios como bien sabemos.

Pero sigamos con nuestra exposición del perfil caciquil al que aludimos antes. Hay que decir que en el espacio de paranoia habitan un embriagado poderoso auspiciado por el ejercicio electoral, que en muchos casos ha alimentado su ego tras años y años de acumulación de poder, y que lejos de saciarse,  pretende acumularlo más y más como si la política fuera vitalicia.

No obstante hasta llegar a ese cuadro han de debido de pasar varias etapas.

La primera suele estar cargada de buenas intenciones: la ilusión de hacer cosas por el bien común no está reñida por el interés personal (que es el que ha incitado al cacique a conquistar su reino), y eso mimetiza mucho el verdadero nervio autoritario que lo impregna por dentro, un nervioque algunos ni siquiera sabían que lo portaban.

Pero tocar el poder es peligroso para según qué tipo de personalidades ya que en un tiempo gradual (que dependerá del sentido ético de cada individuo) el concepto del poder se acrecienta y empiezan a aparecer las prácticas cesaristas en las que la sensación del dominio sobre los otros alimenta el espíritu del poderoso, el cual se agranda y agranda hasta perder el sentido de la realidad, el decoro y la vergüenza. En ese punto el interés personal ya está por encima de todo y comienzan a aparecer de forma velada prácticas cuando menos poco estéticas que con el tiempo se traducen en nada éticas (por no decir cosas mayores) todas dirigidas a preservar su harén de poder.

Por suerte este panorama no es el extendido y sigue habiendo personas que miran al poder como algo transitorio, que su sentido del bien común está en el centro de su cabeza y que eso precisamente les hace entender la gestión pública como algo transitorio y no profesional en el sentido pragmático del término.

La cuestión es saber identificar a unos y a otros dentro de la ecuación, un hecho que es complejo de acometer y que a veces dura años dilucidar. No obstante, siempre habrásignos que los delaten y ahora más que nunca debemos tener los oídos y los ojos más abiertos para detectarlos. En escasamente dos meses nos jugamos mucho.