Ayer me regalaron una foto histórica en la que aparecen un cura, un monaguillo y 25 niños impecablemente trajeados. Es de mediados de los 70 del pasado siglo, probablemente del 31 de mayo de 1975. Los niños acababan de recibir la Primera Comunión y posaron serios junto al párroco, que destaca en la parte superior de la imagen.

Es un recuerdo muy especial porque he estado 47 años buscando una foto de mi Primera Comunión que creí que no existía. El retratista, que es cómo se conocía al fotógrafo del pueblo, fue a la casa de los padres tras el convite, pero el niño ya se había dado a la fuga a pegar patadas a una pelota. Lo buscó por todo el pueblo y no lo encontró. El niño había abandonado la fiesta con su traje blanco de marinero con chorreras pese a la opinión en contra de los progenitores, que dieron la causa por imposible en su afán por vestirle con un atuendo más formal. El fútbol, el escondite y un culo inquieto tuvieron la culpa de que el niño se quedara sin su retrato en blanco y negro, pero nunca pensó que habría una foto del grupo en la que sí aparecía.

La imagen me llenó de ilusión porque soy un nostálgico de los recuerdos. Me llamaron la atención dos cosas: la tremenda seriedad de los niños y sus grandes orejas de soplillo. En aquellos tiempos los mayores nos tiraban mucho de las orejas; tirones para felicitar el cumpleaños, para saludarte en la calle y para tocar las narices. Como además siempre llevábamos el pelo corto, el resultado era una imagen de niños con orejas desproporcionadamente grandes.

En mi niñez siempre me molestó que me tirasen de las orejas porque se ponían rojas y calientes, algo que me provocaba una sensación de angustia permanente todo el día. En los cumpleaños era lo peor: 10 años equivalían a 10 dolorosos tirones sin conocimiento contando alegremente cada uno de ellos hasta el final: uno, dos, tres, cuatro…y así hasta 10. Y cuántos más cumplías, más se estiraba nuestro apéndice cartilaginoso hasta alcanzar proporciones descomunales.

Los niños de las orejas grandes fuimos también los de los dientes amarillos, los del Cola-Cao y los de los juguetes caseros. ¡Ay, aquellos patines que hacíamos con una tabla y unos rodamientos de bolas de acero! O los futbolines artesanales que construíamos con un trozo de madera y unas gomas. O las apisonadoras que hacíamos llenando de arena los botes del Cola-Cao unidos por un alambre que hacía las funciones de eje.

Un historiador y novelista estadounidense dijo que el pasado es un cubo lleno de cenizas y que no hay que vivir en el ayer ni en el mañana, sino en el presente. Pero los niños de las orejas grandes siempre hemos pensado que cinco minutos son suficientes para soñar el pasado, vivir el presente y construir el futuro.