Hay un famoso aforismo de Friedrich Nietzsche que pudiera reflejar perfectamente el estado de indignación en el que nos encontramos los extremeños en estos últimos días de julio.

La cita, lapidaria como un martillo, tan propia del filósofo alemán, dice así: “ Lo que me preocupa no es que me hayas mentido, sino que, de ahora en adelante, ya no podré creer en ti”.

Ciertamente creo que refleja un sentir generalizado entre todos nosotros: motivos, desde luego, los tenemos todos por estas latitudes cuando pensamos por ejemplo en el trato vejatorio que estamos recibiendo por parte de las administraciones en los últimos tiempos, si bien  la cosa viene de muy lejos.

Ya está bien. ¿Hasta cuándo vamos a seguir aguantando esta ignominia? ¿qué tiene que seguir sucediendo para que Extremadura salga a la calle y exija a sus gobernantes a todos los niveles un trato equitativo e igualitario, la supuesta verdad que entrañan algunos de los principios constitucionales, por cierto, tal y como ocurre con otros territorios del país?

Sin duda es muy grande el peso que estamos soportando sobre nuestras espaldas por aguantar todo tipo de atropellos y mentiras: la última, el asunto del famoso tren de alta velocidad de  89 km/h, una infamia que cada día que pasa se agranda aún más. El último episodio delirante, sucedió ayer mismo cuando el presidente de la Junta de Extremadura solicitaba dimisiones como si él no se diera por aludido, mirando de perfil y ajeno a este atropello. Vergonzoso. Sí, señor Vara, usted es cuando menos cómplice de la fechoría, usted y todos los que le han precedido en mayor o menor medida, porque han sido incapaces de luchar por materializar una justicia histórica que se ha convertido en un episodio del esperpento valleinclaniano.

No hay excusas y sí culpables con nombres y apellidos. Digamos las cosas como son.

La circunstancia es francamente lamentable, lo justo para que en un territorio vivo y reaccionario ya se hubiera generado un cisma de desazón que hubiera generado consecuencias sonoras y notables. Pero nuestra querida tierra,  Extrema y dura parece que no tiene nada de lo que afirma su bello nombre. Ahora que está de moda inventarse apelativos por estos lares, podemos aprovechar la circunstancia y pasar a llamarnos Extrema y blanda.

Pero  ¿a qué se debe esta actitud  tan pasiva por nuestra parte? ¿al calor de los días estivales? ¿al cambio climático como dicen algunos incompetentes de salón de cara a justificar su inutilidad? no, a mi juicio, hay razones más prosaicas para entender el porqué de nuestra desidia.

En primer lugar debemos mencionar la naturaleza de a “educación cívica” que hemos estado recibiendo  desde hace años, o mejor dicho, el adoctrinamiento general que tenemos insuflado en vena frente a  las directrices del todo poderoso Estado. Ya Octavio Paz denunciaba hace muchos años sobre las maldades del leviatán, y de cómo, cuando es dejado a la suerte de unos pocos, se convierte en un problema mayúsculo. En su nombre se han cometiido las mayores atrocidades vistas a lo largo de la Historia moderna, siendo su cara más perversa la de los totalitarismos. Hoy en día, por suerte, no se producen holocaustos ni asesinatos masivos bajo el amparo del Estado, al menos en Occidente, si bien, los vicios de su engranaje siguen estando presentes sobre todo en aquello  de intervenir en las vidas de las personas, en “planificarles su libertad”. De hecho, no es descabellado hablar en términos tan singulares como “democracias totalitarias” como defienden algunos, un oxímoron que creo refleja una realidad que ciertamente existe. España no es ajena a tales vicisitudes, y Extremadura, es un ejemplo paradigmático ya que se dan las condiciones  para la perpetuación sin mayores problemas de unas políticas que no generen contrapesos sociales, puesto que el propio Estado está en todas partes (también en esos contrapesos oficiales), siendo además el mismo una especie de patrimonio heredado  de una única idea (legítima por supuesto, con miles de votos en su haber, no seré yo quien niegue eso) desde hace muchos,  muchísimos años. Dicha falta de alternancia en el poder ha contribuido a extender entre el ciudadano de a pie una sensación de inmovilidad traducida en un estado de ánimo de absoluto derrotismo que ha llevado a la creencia de un mantra: no hay solución, mejor esto que nada.

Precisamente y relacionado con el anterior argumento, está otro de los grandes problemas de nuestra crisis  de credibilidad institucional (llamémosle por su nombre): el desapego del ciudadano hacia la política. El fracaso del sistema de partidos actual es un hecho,  lo cual ha provocado una total alienación del ciudadano de pie con la política, mucho más marcada tras el colapso de esas nuevas ideas y partidos que venían a revolucionarlo todo,  lo cual ha fomentado  que las viejas (y las nuevas) organizaciones  sigan campando a sus anchas y subidas en su torre de marfil, ajenas al mundo que les rodea.

También debemos mencionar que en nuestro territorio existe una falta de espíritu emprendedor francamente preocupante, una manera de ser que entre otras virtudes procura una suerte de palanca reaccionaria ante las situaciones que van en contra de ese emprendimiento, y que algunos historiadores y economistas datan en origen a la época de la creación de los latifundios medievales, en donde se fraguó un alma de servidumbre sureña que se ha transmitido como parte de una especie  de inconsciente colectivo llegando  hasta nuestros días.

Por último es reseñable la carencia de un sentido identitario realmente fuerte, lo que Ernesto Sabato define como sentido de comunidad, la presencia de valores no económicos sino espirituales en el ciudadano que nos acerquen como pueblo, y en donde la solidaridad,  el bien común, el progreso, el desarrollo sostenible, la capacidad de iniciativa autónoma y demás cuestiones que sirven para  aúnan a los individuos en pro de un ideal común con sus diferencias y matizaciones, brillan por su ausencia en los tiempos que corren. Hoy en día eso no existe: vivimos alienados unos de otros, y eso impide que se generen sinergias en el que se fomente la creación de una masa común que lucha por un mismo objetivo de prosperidad.

El panorama no es muy alentador que digamos pero hay que resistir y pelear porque cambien las cosas, por introducir un giro copernicano que ponga el timón en la buena dirección, obviamente cambiando la hoja de ruta puesto que nada o muy poco de lo que está en curso ha funcionado.

Es la hora del compromiso social, de las plataformas ciudadanas, de las iniciativas particulares asépticas y alejadas del control político tradicional, y sobre todo, del apoyo masivo de la sociedad a todas esas experiencias basadas en los principios anteriores, de su consideración a una necesidad vital para el territorio, en su conversión en medidas imprescindibles para el poder político hasta el punto de que tengan que aceptarlas como si fueran un mandato casi divino. Esa será la única manera de que todos estos valores de los que hemos hablado, perdidos en el camino hacia un progreso vacuo que en nuestro caso, además, es parcial, vuelvan a introducirse en las venas de la sociedad y de su comunidad.

Esa nueva sangre debe fluir desde abajo, desde la tierra que pisan nuestros pies, la de nuestra querida Extremadura, y debe desbordar como un torrente a todo lo que entendemos como poder.

Así debería ser nuestra lucha  porque como decía el maestro Sabato, “Resignarse es una cobardía, es el sentimiento que justifica el abandono de aquello por lo cual vale la pena luchar, es, de alguna manera, una indignidad(..).”

No perdamos precisamente la dignidad, lo último que nos queda. Hay que seguir intentándolo.