Arde Extremadura en un bosque de palabras de moda. Se quema lo que nos rodea en medio de tanta resiliencia, de tanta palabrería hueca. Arde Extremadura por arriba y por abajo, por los cuatro costados. Nos quema el sol abrasador de los cuarenta y pico grados y nos funde el calor de la hoguera de San Juan que ha llegado con retraso a nuestros bosques. Si las bicicletas son para el verano, los incendios deberían ser para el invierno. Alguien olvidó apagar el fuego antes de que nos abrasase y ahora duele ver cómo se funden nuestros dineros en reparar las catástrofes que no tuvieron prevención. Da igual si lo provocaron o fue fortuito, porque la vegetación oculta entre la masa forestal era tan frondosa como apetecible para las llamas.

Durante la campaña de peligro alto de incendios forestales del pasado año fueron arrasadas en Extremadura 5.227 hectáreas forestales, prácticamente la mitad del año anterior. No fue mal la cosa: 284 incendios en la provincia de Cáceres y 238 en Badajoz. Pero el balance de 2022, paradojas de la vida, nos dejará helados en esta Extremadura nuestra en la que arde todo menos los trenes que no tenemos.

Las Administraciones públicas tienen el deber de velar por el mantenimiento y la prevención de los montes de titularidad pública, y los titulares de derechos reales o personales de uso y disfrute deben establecer un plan de prevención en los montes privados. Hay alguien que no está haciendo bien los deberes cuando las llamas casi alcanzan el cielo. Somos carne de telediario por los desastres naturales, por las prevaricaciones urbanísticas y por los engaños de Renfe y del Gobierno. Somos carne de cañón periodístico por el agua que nos robó Iberdrola, por la tasa de paro del 19% y por la pérdida de población en las zonas rurales. Y mientras ocurre todo esto, aquí no pasa nada y Extremadura se quema.