Ayer, mientras almorzaba cómodamente en una de las terrazas que suelo frecuentar cada día, sostuve una conversión recurrente en estos tiempos que corren con el propietario del establecimiento.

Prefiero guardar su anonimato porque en esta España cainita en la que vivimos todo es posible, y él, como otros tantos héroes de la epidemia (los autónomos, por supuesto), no se puede permitir el lujo de ser señalado por los estamentos de poder en aquellas vendettas tan propias de la tierra de Jarapellejos. Esto lo digo con conocimiento de causa, sabiendo que los tiempos caciquiles no son algo que huelen a naftalina sino que están más presentes que nunca sobre todo en los entornos rurales de la Extremadura profunda. Pero eso es otra historia que algún día tocaremos, y que de hecho debemos tocar y denunciar sobre todo aquellos que tenemos la gran suerte de haber comprado nuestra libertad e independencia, un salvoconducto que nos protege frente a cualquier represalia populista. Esto es una cuestión moral.

Pero hoy quiero hablar de otros asuntos,  volvamos al caso en cuestión.

Rilke decía que España era el país de la queja, algo de lo que estoy completamente de acuerdo. Sus motivos quizás fueran otros a los que yo me estoy refiriendo, ya que el poeta vivía rodeado de un misticismo tal que le hizo sobrecogerse cuando a principios del siglo veinte visitó el país de Zuloaga y de El greco, casi nada. ¡España que rica y maravillosa, a pesar de los enemigos que le han crecido dentro! Yo me centro en acuñar la misma afirmación por otros motivos más prosaicos; el español es una persona que tiende al profundo lamento, eso es así pero en este caso (y me estoy remitiendo a la conversación con mi amigo tabernero) hay motivos más que suficientes para entender y contrariarse frente a sus causas.

Decía el señor que la administración no para de ponerles dificultades cuando en realidad debería facilitarle las cosas: el desencadenante de dicha denuncia estribaba en la decisión administrativa de suprimir los veladores en hostelería, algo que va a esquilmar y mucho su negocio. Sin ir más lejos ayer en su terraza, convertida ahora en un obstáculo para los transeúntes de la acera, tan sólo almorzaba yo mismo. Acababa su disertación aludiendo a la falta de alma de “estos políticos que tenemos, que dicen trabajar por el pueblo pero que al final nada más que miran por sus propios intereses”.

Mientras compartía conmigo tales pensamientos, me acordaba de Tolstói, de ese inmenso escritor que retratara y de qué manera la rusia zarista pero cuyo sentido patriótico se podría acercar bastante a dicho paradigma “del todo para el pueblo pero sin el pueblo”. No solamente él sino otros literatos rusos de la misma época como Turguénev, , sentían ese mismo sentimiento paternalista hacia “el pueblo” del que hablaban como si fuera un ente abstracto pero del que desconocían en realidad bastante cuando había que aproximarse a la problemática individual del día a día. En algún ensayo que ha pasado por mis manos en los últimos tiempos sobre todos estos asuntos del alma rusa, la explicación que se establece es que realmente ellos (los literatos), casi todos miembros de la alta aristocracia del país albergaban en su interior un sentimiento autócrata que hacían verter sobre su idea de “pueblo”, un rebaño al que había que amansar y dirigir por la buena senda, senda que ellos (los campesinos) desconocían y sobre la que tenían que ser guiados.

Dicha mentalidad está globalizada, no es propia del pensamiento ruso y de su alma histórica; aquí, en el país de Rinconete y cortadillo, sabemos bastante y lo tenemos que aguantar a diario. La casta, la casta, que tendrá la casta…. Es obvio que no se puede generalizar puesto que hay personas, individuos concretos, dignos hacedores del servicio público, pero hay una sin fin de ejemplos contrarios que nos hacen pensar de que parecen ser la excepción que confirman “la regla de la torre de marfil”: yo gobierno desde arriba, para el pueblo, ignorando realmente quienes son esos que forman el pueblo.

Y para muestras, un botón: pensemos, por ejemplo, en la gestión de la epidemia, un momento histórico en el que el Estado dirigido por sus gobernantes, se ha convertido en un modelo de autocracia 2.0 que parece dar palos de ciego (con o sin comités de expertos, eso parece dar igual, aquí no hay consecuencias frente a la mentira).

Decían los que ahora están aupados en el trono del palacio de invierno,  que la culpa de todos nuestros males derivaba de la vieja política: está claro que eso no era el motivo de nuestras desdichas. Ahora, más que nunca, el país huele a podrido, a viejo, a malas artes. Nunca en los últimos cuarenta años ha habido un nivel de decrepitud tan grande.

En fin, España, los españoles y también el pueblo, o como ahora dicen algunos, “la gente”, la versión moderna del concepto tolstoiano de la simetría de lo abstracto para referirse al ombligo del interés propio, a la poltrona y los beneficios derivados de lo que supone o ha supuesto la poltrona. ¡qué desilusión, qué estafa tan grande!

Toda esta argumentación se tejía entre suculentos bocados de unos huevos rotos con jamón francamente exquisitos que mi amigo tabernero y su amable mujer me habían preparado. No se me ocurre otra cosa mejor para despedirme que  volver a las palabras de Rilke: “¿quién habla de victorias?/el resistir lo es todo”. Eso es lo que nos queda. No desfallecer.