Escribimos cada vez peor, y la escritura no es una habilidad que solamos destacar en nuestro currículum o en el portal de skills de LinkedIn. Escribimos poco, y cuando lo hacemos no tenemos piedad con los puntos, las comas, las tildes y mucho menos con la argumentación y la estructura del texto. En las redes descuidamos el lenguaje en favor de la eficacia, y estoy convencido de que esta dejadez aparentemente inocua contamina nuestra forma de escribir, también en el trabajo. Las publicaciones en LinkedIn, la red en la que supuestamente exponemos nuestras mejores virtudes profesionales, están repletas de faltas —algunas graves—. Esta situación, que alguno calificará de exagerada o tiquismiquis, nos ha abocado a una realidad más inquietante: la falta de pensamiento y el escepticismo generalizado al discurso racional.

La dispersión constituye por antonomasia la cualidad de nuestro tiempo. Bauman acuñó el conocido término “modernidad líquida” para explicar la inconsistencia que fluye en nuestra vida: el trabajo cambia con los meses —nos apasionan las nuevas aventuras profesionales—, el amor para toda la vida se ha convertido en una ingenuidad y cada año viajamos a un lugar diferente en busca de experiencias únicas e irrepetibles.

El lenguaje, el objeto que nos ocupa, también se ha visto afectado por este fenómeno y ya muestra sus síntomas. Su economización, sin ninguna visión estética, se palpa en el ambiente. Las abreviaturas son un elemento común en nuestros correos —a veces me pregunto si Shakespeare hubiera permitido los “FYI” o “ASAP”—; descuidamos los signos de puntuación; repetimos palabras sin esforzarnos en buscar alternativas; la precisión en la escritura supone altanería, y los anglicismos campan a sus anchas y buscan justificar nuestro dominio no ya de una lengua, sino de dos. Creerá el lector que estas nimiedades responden a la pedantería de un periodista quisquilloso y poco experimentado, pero los inversores no vacilan con los números —no perdonan ni una décima—, los abogados con las leyes y términos jurídicos, y los funcionarios con sus horas de trabajo. Pero…, ¿tanto nos jugamos con el lenguaje? Sí, e intentaré explicar por qué.

La dispersión, que desecha el arraigo y busca constantemente reinventarse, minusvalora la tradición y, con ello, el lenguaje. Tradición viene del latín traditio o traditionis, que hace referencia a aquello que se transmite a través de las generaciones. En este sentido, el lenguaje es ante todo pasado y memoria; sin lenguaje no hay historia. No es de extrañar que en la era de la economización del lenguaje, el ministro de Universidades afirme sin reparo que la memoria tiene cada vez menos sentido en la educación porque todo está en Internet. El hombre ya no se comprende a través de otros —de los que le preceden—, sino a través de la gestión de datos; la lengua ha dejado de ser herencia para convertirse en soporte de información. De ahí que leer a los clásicos nos parezca un sinsentido y engullir titulares un medio para estar bien informados.

El lenguaje nos ayuda a entender y humanizar nuestro mundo. Por ejemplo, los problemas psicológicos aparecen en parte porque no sabemos identificar lo que nos pasa y explicar con palabras qué ocurre en nuestro interior. El lenguaje menciona a las cosas por lo que son. Cuando empecé a interesarme por la botánica, ese conjunto de árboles que conformaban un bosque homogéneo se transformó en una realidad más diversa y compleja. Cada árbol tiene su nombre y una realidad concreta: encina, alcornoque, enebro, pino, eucalipto, olmo… El lenguaje enriquece el mundo que nos rodea y lo dota de un sentido más profundo. La famosa frase de Wittgenstein —“Los límites de mi mundo son los límites de mi lenguaje” — nos recuerda que sin la palabra la realidad se nos vuelve indiferente y pobre. Y no es de extrañar que el deterioro de la lengua vaya acompañado de un incremento de las ideologías, los discursos simplificadores y la palabrería; una realidad anónima, sin nombres, es tierra fértil para el pensamiento único.

Miguel Delibes fue muy consciente de la necesidad de cuidar la palabra. A lo largo de su vida, denunció el abandono de la España rural y la defunción del lenguaje que se mantenía vivo a través de sus gentes y costumbres. Si el pueblo desaparecía, ya no habría nadie que nombrara y confiriera sentido a El chopo del Elicio, El pozal de la Culebra o Los almendros del Ponciano. El escritor castellano sabía que la naturaleza contemplada —y nombrada— siempre es más valiosa que la desconocida. Dotar de sentido nuestra vida consiste en dejar espacio al lenguaje.

En la cultura de la dispersión, la palabra ha sido destronada por la imagen. Giovani Sartori escribió un interesante ensayo sobre cómo la imagen ha alterado nuestra forma de conocer e interpretar los hechos. El homo videns, a diferencia del homo sapiens, ve pero no piensa. Paradójicamente, su cultura visual es pobre, ya que para apreciar el arte de la imagen hace falta cultura de la palabra, y crea esa dicotomía ficticia que reza así: una imagen vale más que mil palabras. Para Sartori, conocer se ha convertido en un regreso al puro y simple acto de ver, que anula conceptos y atrofia nuestra capacidad de abstracción. Por mucho que nos afecte una imagen, el hecho de mostrar a un detenido que abandona la cárcel no nos explica la libertad, al igual que la instantánea de un niño pobre no define la pobreza o la de un enfermo, la enfermedad. En este sentido, escribir no sólo nos ayuda a describir, sino a explicar para comprender. Si queremos mejorar nuestro pensamiento crítico —esta sí que es una habilidad que nos gusta compartir en LinkedIn— conviene que nos tomemos muy en serio la palabra.

¿Qué necesitamos para escribir bien? ¿Qué diferencias hay entre un buen texto y otro que no? En primer lugar, escribir es saber mirar. Los grandes escritores son cirujanos que escudriñan la realidad con el bisturí de la palabra. El periodista José F.Peláez publicó recientemente un artículo brillante en el que exhortaba al lector a fijar la mirada en los detalles que nadie observa: “Me pides que te enseñe a escribir y te digo que te fijes en las manos del señor de la farmacia, en la pena que oculta detrás de las gafas de sol, en por qué a sus manos les está empezando a salir coraza, como a una tortuga. Me pides que te enseñe a escribir y te digo que entiendas primero qué oculta el corazón de un hombre, a qué teme, hace cuánto que no le besan, qué pasó para que su casa ya no sea un hogar”. Saber mirar es, en este sentido, un mirar personal e íntimo, que no se basa en una descripción objetiva, sino en lo que sentimos en relación a algo; lo que se interpone entre nosotros y la realidad.

Solo escribe bien quien es detallista. Cada vez es más común que el lector vaya en busca de historias épicas y conmovedoras, y cree que una buena historia sólo puede ser heroica —en el cine encontramos muchos ejemplos—. Sin embargo, no hace falta que nuestro personaje sea un héroe, ni que cargue sobre él el destino de un pueblo. Lo más importante no es lo que se cuenta, sino cómo se cuenta. El viejo y el mar, la obra más conocida de Hemingway, narra la obsesión de un pobre pescador por un pez. Sólo Hemingway podía extraer de esta trivial persecución una obra maestra. Escribimos bien cuando convertimos un simple suceso en gracia, cuando el color de los calcetines de nuestro personaje o las gafas que lleva puestas determinan la historia.

Escribir es también saber leer, la mejor forma de cultivar la inteligencia (del latín inter-legere, que significa leer entre líneas). Leer exige tiempo y esfuerzo, y no es, aunque quieran venderlo así, un pasatiempo u otra forma de entretenimiento. Mis padres solían castigarme los días de verano si no me acababa el capítulo del día. La recuerdo una actividad soporífera después de comer y pensaba que era una absoluta pérdida de tiempo. Qué más daría que Robinson Crusoe se aburriera y enloqueciera en una isla deshabitada, o que Roald Amundsen volviera a casa victorioso tras conquistar el Polo Sur en 1911. Mis padres me decían que la lectura era la base de una buena educación y yo les reprochaba que era la base de una buena siesta.

La proliferación de cursos de escritura que ofrecen técnicas “revolucionarias” para aprender a escribir refleja una obsesión por atajar el esfuerzo que supone este oficio. Venden la idea de que no es necesario dedicar horas y horas a leer lo que otros han contado, y que, con un par de consejos, conseguiremos un estilo propio y original. Sin embargo, los grandes escritores nunca concibieron la escritura como una técnica y por lo general eran lectores voraces. Mis padres lo tenían muy claro: para saber jugar con las palabras—y saber pensar— hay que leer mucho.

Un fallo común en el mundo profesional es la escritura impostada, aquella que sustituye palabras sencillas por sinónimos cultos y altisonantes. Engalanar el estilo funciona cuando se domina el lenguaje, pero, si no, se ve el plumero. Cambiar palabras para que el texto parezca más culto y complejo no suele ser buena idea. En París era una fiesta, Hemingway, aparte de describir sus apetencias gastronómicas y sus restaurantes preferidos de la capital francesa —conviene leer el libro con el estómago lleno—, nos cuenta cómo aprendió a desprenderse de las imposturas: “En cuanto me ponía a escribir como un estilista, o como uno que presenta o exhibe, resultaba que aquella labor de filacterio y de voluta sobraba, y era mejor cortar y poner en cabeza la primera sencilla frase indicativa verídica que hubiera escrito”. La sencillez frente a la voluptuosidad, la claridad frente a la confusión, la honradez frente a la vanidad que pretende mostrar un falso dominio del lenguaje. Por eso conviene no complicar lo simple ni, por otro lado, simplificar lo complejo.

Es tan importante la forma como el fondo. En este sentido, abundan los artículos vacuos e insustanciales a pesar de sus malabarismos léxicos, que cansan y descansan sobre ideas repetitivas y muy poco originales. Es destacable la cantidad de tribunas en medios de primer nivel que comienzan así: “La crisis de la COVID-19 ha acelerado la digitalización”. O tenemos algo novedoso (noticioso) que decir, o es preferible mantenerse en silencio. Comunicar sin aportar es una pérdida de tiempo y un incordio para el lector.

Sin la palabra no hay humanidad. Las grandes civilizaciones se caracterizan por un cultivo especial de las letras y las ciencias. “Las palabras son una rebelión contra la muerte”, publicó el escritor Rafael Narbona en Twitter; son un acto de libertad. Una sociedad que no respeta su lengua empobrece su cultura y se esclaviza. La barbarie no acontece en el silencio, sino en la palabra embrutecida. George Orwell intuyó con gran audacia que la violencia y la imposición social consisten en controlar la lengua y falsificar el pasado. De modo que sí, nos lo jugamos todo en el lenguaje.