Hemos abierto las puertas a un verano en el que tantos optimistas tienen depositadas sus esperanzas de recuperación, y Extremadura apenas ha vacunado al 10 por ciento de su población frente a la Covid-19. El reiterado incumplimiento de las farmacéuticas a los compromisos de entrega ante la imposibilidad de abastecer a un mercado deseoso de protegerse del virus ha provocado un retraso que ha torpedeado los planes del Gobierno. Pero además ha surgido el pánico en una parte de la población que ha expresado su recelo a determinadas vacunas tras la aparición de episodios trombóticos aislados en pacientes a los que se les había administrado la primera dosis.

Conscientes de la gravedad de la situación, los gobiernos andan empeñados ahora en lavar la imagen de la vacuna y la suya propia, porque ha sido la clase política la única responsable del desaguisado que se ha extendido por el mundo. Fueron ellos, y no los ciudadanos, los primeros en expresar su temor a un medicamento que ha salido de los laboratorios en un tiempo récord, y también han sido ellos, y no nosotros, quienes han cambiado de criterio una y otra vez confundiendo a una opinión pública que se debate entre la angustia y el miedo; angustia a una enfermedad desconocida, pero temor a una vacuna a la que quienes nos representan han rodeado de un magma de sospecha sobrecogedor.

La Organización Mundial de la Salud (OMS), cuyo prestigio durante la pandemia ha caído notablemente, ha incurrido en numerosas contradicciones que han puesto en entredicho su quehacer en situaciones de crisis. Dudó sobre la capacidad de transmisión del virus de los asintomáticos, tardó en reconocer el alto poder de contagio a través del aire, puso en duda la efectividad de las mascarillas y generó una gran confusión respecto al uso de la hidroxicloroquina como tratamiento para pacientes infectados. Algo similar ha sucedido con la Agencia Europea del Medicamento (EMA), que desautorizó a su responsable de la estrategia de vacunas después de que este afirmara que existía un vínculo claro entre la vacuna de AstraZeneca y los casos de trombos detectados en algunos pacientes a los que se les había administrado.

Pero quien más confusión ha generado, por mucho que se empeñe en disimularlo, ha sido el Consejo Interterritorial del Sistema Nacional de Salud, en el que se encuentran representados el Ministerio de Sanidad y los responsables de salud de las distintas comunidades autónomas. En sus reuniones semanales, ellos y solo ellos, han contribuido a empañar un proceso de vacunación que comenzó con esperanza y que se ha convertido en una desidia. Las contradicciones internas surgidas en su seno, sus continuos cambios de criterio y las dudas que han generado sobre la vacuna de AstraZeneca han puesto en el disparadero a la farmacéutica de Oxford. Primero fue recomendada para personas de hasta 55 años de edad, después se decidió paralizar su administración, posteriormente se reanudó y se amplió el grupo etario hasta los 65 años, más tarde se desaconsejó para menores de 60 y aún se desconoce qué ocurrirá con los pacientes que no superan esa edad a los que se les ha administrado una dosis y se encuentran a la espera de la segunda.

No podemos aceptar ahora que nos regañen cuando vertemos opiniones sobre la vacuna, porque solo quienes nos representan, con su falta de transparencia y criterio, han confundido a quienes han visto en ella un arma potente frente al virus. Han levantado sospechas a fuerza de deshojar margaritas como los adolescentes enamorados, ahora sí, ahora no. Y todo porque ha venido un problema que les ha caído demasiado grande para su escasa preparación.