La Real Academia Española de la Lengua que nos quieren quitar define el bipartidismo como el sistema político con predominio de dos partidos que compiten por el poder. Benditos aquellos tiempos de González y Guerra, cuando el PSOE era un partido político, y no una reunión de amigos. Bendita aquella alternancia en el poder que permitía castigar cada cuatro años a quien se excedía con concesiones inconfesables en su mandato. Aquel era un país dividido, claro que sí, pero sólo cada cuatro años, porque el resto del tiempo en España se vivía en paz.

Casi 73 millones de norteamericanos han votado a Donal Trump y no pueden estar equivocados, como tampoco los 6,7 millones que metieron hace un año una papeleta en la urna con las siglas del PSOE. Entonces la reflexión que debemos hacer es si González, Guerra, Corcuera, Barrionuevo y muchos otros -la antigua casta socialista, que diría Pablo Iglesias- viven ajenos a la realidad del país o de su propio partido.

Resulta sorprendente que dos históricos socialistas como Antonio Miguel Carmona y Zenón Jiménez Ridruejo, se hayan visto obligados a recordar a su propio partido que «El español es el idioma de todos y cada uno de los españoles, la base de nuestra cultura, diversa y plural, la principal garantía de la unidad cuya capacidad vehicular nos enriquece» a través de una iniciativa que ha recogido miles de firmas, entre ellas la de Alfonso Guerra.

Se mire como se mire, la célebre acampada del 15-M de 2011 en Madrid es una de las peores cosas que le han ocurrido a este país en la última década. Cuando Pablo Iglesias rozó la aureola del poder mucho antes de conquistarlo gracias a la alfombra que le tendieron algunos medios como La Sexta, siempre fue consciente de que nunca gobernaría por sí mismo, sino en alianza con otros. Durante su adolescencia descubrió que si durante largos mandatos electorales los nacionalismos que están fracturando el país habían logrado extraordinarias concesiones de los dos grandes reyes del bipartidismo, por qué no iba a obtenerlas él mismo convirtiéndose en llave electoral. Y ahí empezó todo.

Pero una cosa son las concesiones económicas y otra bien distinta es contribuir a la fractura social de un país que 84 años después no logra enterrar las heridas de una dramática contienda civil porque se encargan de suministrarla en dosis cuando las circunstancias lo requieren, como hacía el Caudillo con los partidos de fútbol. A un extremeño le duele el corazón cuando mira hacia atrás y ve las prebendas industriales que se han ido acumulando en el norte del país a lo largo de los años, pero la herida le supura cuando observa la mirada triste de la viuda del guardia civil que murió salvajemente asesinado por los primos hermanos de quienes hoy se acercan a Sánchez. Que una cosa es ceder dineros y otra bien distinta es disimular cuando te muestran el féretro de quien perdió la vida por defender la libertad o, simplemente, por ser un ciudadano normal.

Lo que le ha pasado al PSOE es que ya no es el mismo partido de hace tres décadas ni sus militantes son como los de la época de Jordi Pujol o Javier Arzalluz. Los socialistas han sufrido más que nadie el cambio generacional de su electorado y ahora afrontan una dura travesía que les conduce a ninguna parte. La evidente escisión del PSOE no es cosa de cuatro, ni tampoco un asunto pasajero.

El socialismo español  se desangra desde la aparición de Pedro Sánchez y el bochornoso Comité Federal de octubre de 2016 y, le pese a quien le pese, nada volverá a ser igual. Cualquier candidato pasado fue mejor, porque el «sanchismo» tan pronto sorprende con concesiones propias de regímenes totalitarios, como controla los movimientos ciudadanos o invade sus libertades. Sánchez ha pasado de no querer entregarle las llaves de su casa a Pablo Iglesias a ponerle en bandeja todas las ganzúas con las que abrir las puertas del Gobierno. Y aquel adolescente avispado de coleta de hace unas décadas se las sabe todas y, consciente de la debilidad de quien tiene enfrente, no va a dejar pasar ninguna oportunidad.