Circula por ahí una frase atribuida al canciller alemán Otto Von Bismarck en la que se refiere a España como una poderosa nación capaz de resistir a los avatares de sus mayores enemigos: sus propios ciudadanos. Probablemente, como tantas veces pasa, sea falsa la autoría de la cita si bien la verdad que atesora dicha afirmación es una realidad más que palpable.

La Historia de nuestro país está repleta de episodios que así lo justifican. No obstante, a pesar de todo, no parece que hayamos aprendido de nuestros errores; muy al contrario, parece como si España estuviera repleta de miles de Saturnos.

Y es que cuando del frentismo ideológico se hace bandera política sobre una sociedad en la que el desarraigo hacia su cultura es ciertamente preocupante, lo normal es que ocurran confrontaciones suicidas que derivan en autofagia. Digamos que la España de los tiempos actuales está aderezada con doble ración de esa fórmula magistral del caos.

De lo primero ya hemos hablado bastante: el gobierno electo nacido de la enésima votación a la que fuimos llamados hace relativamente poco tiempo y que se conformó por las extrañas carambolas de la política española, claramente y desde su propia autoafirmación, fue configurado para liderar la lucha contra la irrupción de la extrema derecha. No son afirmaciones mías sino del propio presidente del gobierno cuarenta y ocho horas después de hacer lo que justamente dijo que nunca haría, pactar con quien le quitaba el sueño. No es de extrañar por lo tanto que el programa de la coalición fuera en esencia una hoja de ruta para abrir el cisma ideológico y polarizar aún más si cabe a la sociedad española con el único objetivo de autoperpetuarse bajo “la lucha de clases” (políticas, claro). Tan sólo la aparición de la epidemia sanitaria ha frenado, aunque sea parcialmente su maquinaria ideológica si bien a la menor oportunidad no duda en agitar la bandera sobre todo cuando hay que tapar una deplorable gestión de una crisis sin precedentes. Esto mismo ocurre en el otro extremo, que conste. Aquí no hay diferencias.

Del segundo ingrediente también somos conocedores.  Hay que decir que esta situación no es un hecho propio de nuestro tiempo sino del resultado de la degradación paulatina de un sistema educativo que poco a poco ha ido empobreciéndose por motivos diversos. De esos motivos no vamos a hablar (daría para diez columnas) si bien me gustaría arrojar una reflexión. Hay una circunstancia que deriva en parte de tal deficiencia, bien sea una causa o una consecuencia, según lo veamos, y es la confluencia de un pueblo cada vez más adormecido carente de un espíritu crítico alejado de la esfera ideológica. Sobre este argumento podríamos establecer un enjundioso debate, pero tampoco toca realizarlo.

De esta caída en barrera surge, entre otras enfermedades, la hispanofobia, un mal que nos está llevando hacia el desastre, un desastre cañí que a veces roza el esperpento valleinclano más propio de un guion de una película de Berlanga.

Centrémonos en algunos acontecimientos recientes para justificar dicha afirmación. Acabamos de celebrar el día de la Hispanidad y lo vivido en el panorama social y político de nuestro país no ha dejado indiferente a nadie. Lejos de servir la fecha para conmemorar la existencia de puentes culturales entre países que comparten una identidad común como es la lengua, como defendían por ejemplo Ernesto Sábato o Jorge Luis Borges, por cierto, lo que hemos contemplado con cierto estupor ha sido todo lo contrario. Y no me refiero a las representaciones teatrales de algunos políticos durante la propia conmemoración de la fiesta, lo cual me inspira vergüenza ajena, sino a algunos hechos derivados de la misma.

El pasado martes nos despertamos en la ciudad de Badajoz con una serie de actos vandálicos en los que se atentó contra la integridad de ciertas estatuas (que ni sienten ni padecen) de descubridores extremeños del nuevo mundo. Este hecho, para algunos insignificante, creo que refleja el sentir de un pueblo condenado hacia lo absurdo, una sociedad inculta incapaz de saber interpretar un hecho histórico en el contexto que merece, con sus luces y con sus sombras, y que refleja un acontecimiento que sucedió de la manera que se sucediera pero que es imposible reescribir desde los ojos del tiempo presente. Lo contrario es un verdadero disparate, pero está ahí y se sigue utilizando para generar más cisma ideológico en la sociedad. Y no me quedo solamente en ese detalle (uno más de los muchos que suceden), porque las miserias van por barrios. De la misma manera, los otros extremos del abanico político fragmentado también utilizan las mismas herramientas de posverdad para alimentar la ira de una masa ya sublimada per se, en esta ocasión, exaltando los hechos en el sentido antagónico.

Basta ya. Dejemos a los muertos donde están. Nuestro país es una nación rica en Historia que ciertamente no llegamos a valorar con el peso que merece, y esa Historia está escrita por todos y cada uno de los antepasados que han poblado esta tierra maravillosa en la que vivimos. Pero para comprender que esto es así, lo que hay que hacer es leer más, mucho más, y eso parece que genera alergia en este país.

Qué tristeza más grande para un país el que sus propios ciudadanos aborrezcan sus raíces.