Badajoz abre y Cáceres cierra. Los primeros sonríen ante la barra y la terraza abiertas de nuevo y los segundos miran al futuro con pesimismo. Los bares, por lo general, son pequeños, como para acoger a la familia de la calle. Otros ni siquiera tienen terraza. Sin ella y sin barra, no puede haber barra libre. Todo perdido. El camarero está sobre la amplia acera, con apenas tres mesas, solo una ocupada. Mira hacia dentro y no hay nadie. La gente tiene miedo; pero ellos comprenden resignados. No entienden, sin embargo, que se digan que los focos están en otro sitio: los autobuses llenos, las celebraciones familiares, el ocio descontrolado… y ellos serán los paganos de siempre. Ni con los ERTE, muchos presumen que no llegarán a Navidad. Por si acaso, algunos compran ya el número de la Lotería para no quedarse sin ella.

En España hay más de 100.000 bares. Siempre hubo tabernas; después llegaron las cafeterías, no solo el café de la mañana, sino los de la tarde, con sus partidas de naipes y charlas, donde los clientes hablan entre sí de todo: del tiempo, de las cosechas, de política; ahora de la familia, del virus que nos maltrae. La gente asocia los bares con la amistad y la socialización. En casa convivimos con la familia; en el bar, con los del barrio. El bar es el parlamento de la calle; el ocio de las largas tardes de invierno, entre largas partidas de cartas y dominós de los pueblos; ver junto a otros un partido de fútbol que disputan nuestros equipos predilectos. La barra del bar es para el diálogo; las mesas fueron antes para los escritores. En todo caso, un lugar para celebrar la amistad. Ahora, apenas quedan cafés para los escritores. La música ha dominado el ambiente de los bares: primero, la música enlatada; después, Los 40 principales; luego la música latina; ahora, la música seleccionada por la tele… El ruido no nos permite escuchar al vecino. Si el español habla a voces, mucho más en el bar.

El hispanista Ian Gibson me hablaba en una entrevista de lo aburridas que eran ciudades en las que vivió (Dublín, Londres), donde, después de todo un día de trabajo, no se podía tomar uno un whisky porque cerraban a los ocho de la tarde-noche… El pasado año decía otra cosa: “Me encanta la democracia de los bares. Sin los bares, España no sería España. Tomas una copa y una tapa y es genial…” Ya con 81 años, “cuando escribo, madrugo tanto que queda excluida la vida nocturna. Recupero el tono al anochecer, pero ya no puedo escribir.”

Los bares representan un tipo de encuentro, para leer el periódico y ver el fútbol, para jugar a las cartas o el dominó, o conectarse a internet; sirven de lugares de tertulia, inspiración de escritores y pintores o, simplemente, para ir a tomarte algo y estar tranquilo, viendo pasar a la gente, viendo pasar el tiempo… Tierra adentro, la cultura de la barra del bar; en la playa, el chiringuito, para alimentos y bebidas, popularizado por Georgie Dann en su canción de 1988. Los bares que aportan el 3% del PIB y la hostelería, el 7%, de capa caída por el covid-19.

Cultura de barra que Hemingway la asociaba siempre fría y en jarra grande; a Gloria Fuertes le sabía a bálsamo; Gómez de la Serna nadaba en su espuma; y Ava Gardner la mezclaba con whisky cada noche. Cultura de barra, una de las muchas propuestas con las que una marca de cerveza celebró hace cuatro años su 125 aniversario.