El cáncer es una de las enfermedades más letales y corrosivas de las últimas décadas del siglo pasado y de las primeras del actual. Con un alto componente genético, su diagnóstico precoz afortunadamente está salvando muchas vidas junto a una serie de recomendaciones. Imagino que para la comunidad científica resultaría difícil ir descubriendo las distintas terapias, pues por el camino marcharon muchas buenas y magníficas almas. No obstante, no podemos bajar la guardia y hoy es “esencial” que al menor atisbo, sobre todo en el cáncer de mama por ejemplo, acudamos al médico. Aún así, desgraciadamente, es muy común ese dicho de que “cada día el cáncer se lleva a personas más jóvenes”.

El infarto es una de las tres primeras causas de muerte en España; las otras dos son el ictus y el cáncer de pulmón, también con un alto componente genético que se ve agravado con ciertos hábitos que en exceso aceleran la aparición de tan temida enfermedad, como el exceso de comidas poco saludables, el tabaquismo o el alcohol y sobre todo el estrés. Yo sufrí un infarto agudo y la precoz detección y posterior actuación me salvaron la vida, en la sanidad pública extremeña por cierto, que además cuenta con un más que merecido y reconocido prestigio en enfermedades cardiovasculares.

Con esta terrible pandemia, la del coronavirus, sucede algo parecido; es cierto que se trasmite de varias maneras, pero al contrario que las ya mencionadas, en nuestras manos y actos está poder evitar no sólo nuestro contagio sino el contagio a los demás; y además de una manera muy simple y sencilla, no hace falta ser facultativo de la medicina para entenderlo. Distancia de seguridad y sobre todo “uso de mascarilla” en la boca que lo de llevarla sobre el codo es como si con cáncer de piel te desnudas y tumbas al sol abrasador del verano. Es muy sencillo: Póntela, Pónsela. Y no sólo ya para salvar tu pellejo, sino el de quienes te rodean que bien pueden ser tus abuelos, tus padres o tus hijos.

Lo de las actuaciones políticas es otro debate que ya tendremos tiempo de abordar. Evidentemente habrá que pedir responsabilidades a quienes corresponda, tienen nombres y apellidos que todos conocemos, pero estamos en un momento crucial; por ejemplo en Extremadura, donde la mayoría de los casos son importados, para poder frenar el avance de tan peligroso y temible bichejo. En marzo nos pilló desprevenidos y, lamentablemente, se llevó a nuestros abuelos, a la generación más trabajadora y generosa que ha parido este país; hoy son también los jóvenes quienes están empezando a padecerla. Probablemente ha habido y hay falta de comunicación y concienciación por parte de la clase política, pero eso no es excusa. Todos tenemos derechos, ahora que abogamos y clamamos a voces por ellos, pero también tenemos deberes, más importantes si cabe, de los que dependen no sólo nuestra propia vida sino la de los demás. No cometamos el fatal error de bajar la guardia y saltárnoslo todo “a la torera”, pues cuando eso sucede ya sabes lo que hace el toro.

Os imagináis el toro de Coria suelto por la calle y sin una puerta abierta, sin una talanquera y sin más medio de salvación que tu pies; haríamos terriblemente fácil el dicho, y perdón por el exabrupto, de “maricón el último”; hay que ser muy malaje para pensar así.

Si es que además es muy sencillo y cuando te entre el maldito bicho y te encuentres en la soledad de la UCI, con la muerte a las puertas y tus ojos llorosos, ya puedes maldecir y echar las culpas al político de turno o al médico, que el que se marcha eres tú; y os lo digo por experiencia, pues aquella noche del infarto ya podía maldecir que la culpa fuese del médico que me mandó para casa porque mi dolor pectoral era un “simple” resfriado, porque el que se iba era yo, y  nadie más.

Es un momento crucial y hay que intentar por todos los medios poner los remedios que sean necesarios, los capotes que hagan falta para burlarle, las mascarillas que sean necesarias, sean de color amarillo o rosa que, como dice ese sanador de almas y vidas que es El Principito: Lo esencial es invisible a los ojos. Derechos, por supuesto, deberes también.

Mi generación ya sufrió una terrible pandemia: la del sida y la heroína, que se llevaron por delante a gente magnífica y extraordinaria. La segunda de ellas, la de la heroína fue más difícil de erradicar pero bastaron campañas de concienciación para que, afortunadamente, la inmensa mayoría de los jóvenes rechazáramos la tentadora invitación de la jeringuilla porque decían que “te ponía”; y vaya que si te ponía, pero a las puertas del abismo.

La primera de ellas, la del sida, resultó mucho más fácil de contener a pesar de su multitudinario avance. Bastaba con un simple «manda güevos, condón»; con la colocación de un profiláctico a la hora de consumir sexo o hacer el amor que no siempre es lo mismo. ¡¡Fue tan fácil: póntelo, pónselo¡¡ Así que tuvimos que aprender a colocarnos la dichosa gomita que tiraba del prepucio que no veas y los más tímidos y pudorosos a recurrir al amigo caradura que conseguía los condones más baratos y se llevaba una comisión. Siempre hubo gente «pa tó», como ahora, pero eso no es excusa.

Y que la casa empieza por los cimientos, por supuesto, produce náuseas la flojera que le ha entrado a  las grandes superficies, al menos a la de mi pueblo, porque es verano y toca hacer caja y adonde acudí el otro día, ¡Dios mío!, colas enormes en todas las cajas sin distancia de seguridad, aforo ilimitado y casi a empujones en las estanterías. Así desde luego no.

En fin que tenemos una oportunidad de oro, tal vez la última antes de la llegada del otoño, para intentar detener el temible avance de la pandemia, y además es tan fácil: la mascarilla, póntela, pónsela.