Pese a que siempre se ha dicho que las segundas partes nunca fueron buenas, tras la «Teoría de la Conspiración I» le ha llegado el turno al «remake» de un serial judeo-masónico que promete y aglutina a algunas celebridades que tratan de convencernos de que la pandemia que nos asola forma parte de un plan que pretende controlar nuestra mente tras inyectarnos micro-chips en el cerebro.

Cuesta creer que Miguel Bosé, que en sus tiempos de gloria pidió públicamente el voto para el PSOE de Felipe González, haya radicalizado su postura hasta el punto de defender teorías más propias de películas de ciencia ficción que de los «realitys» que vivimos hoy en día.

Es cierto que el PSOE del veinte veinte no es ni siquiera primo lejano del que nos dejaron en herencia Felipe y Alfonso, que olía a taberna andaluza, a pescaíto frito, a fino La Ina y a mar. Este de ahora tiene aire castizo de chulapo madrileño, de verbena de San Isidro y de tienda de campaña con orinal en la Puerta del Sol. Y si se trata de mear fuera del tiesto, mejor hacerlo en casa de otro, que en la nuestra huele mal.

Para calcular la distancia entre dos puntos no sólo hay que tener en cuenta las condiciones de la vía, sino también el tipo de vehículo que conducimos, la ruta elegida o la pericia del conductor. Y eso no lo han tenido en cuenta personajes como Bosé, que han pasado del «Vota PSOE» a «No dais la talla», abrumado tras perder a su madre como consecuencia del coronavirus.

El filósofo madrileño José Ortega y Gasset abrió un amplio debate hace un siglo con su célebre frase «Yo soy yo y mis circunstancias». Los ciudadanos somos libres de cambiar de opinión, de expresarla u ocultarla; y nuestras decisiones siempre están motivadas por un claro interés que, en la mayoría de las ocasiones, es económico.

La España de las castañuelas es también la España de la gitana encima del televisor en blanco y negro y del mantel de ganchillo, la del Citröen 2 CV y la joven rubia a lomos de un caballo blanco anunciando el centenario Terry. Por mucho que nos empeñemos en borrar nuestro pasado, cada día habrá alguien que nos recordará lo que fuimos y lo que pudimos ser y nos abrirá el cerebro para implantarnos un chip que nos advierta de la importancia de no olvidar los errores cometidos para evitar nuestra reincidencia.

Al clan Bosé la Extremadura de Los Santos Inocentes siempre le ha tratado bien; si no hubiese sido así, nunca habrían elegido esta tierra para diversificar su faceta empresarial. Su hotel rural Rocamador, de cuatro estrellas, terminó en concurso de acreedores, y su fábrica de jamones Monsalud -en la que Miguelito participaba junto a otros ilustres accionistas- fue liquidada tras una pésima gestión que se vio agravada tras la crisis de 2008.

En esta tierra de encinas el refranero popular es más sabio que en las demás, y siempre se ha dicho que el ojo del amo engorda el ganado. Ahora hemos descubierto que también engorda el cerebro y la indignación de médicos y científicos, que han arremetido contra el cantante de «Seré tu amante, bandido» por defender inusitadamente esta nueva teoría de la conspiración.

Que Pedro el de Pablo no es de fiar lo saben hasta los que le votan, muchos de los cuales han tenido que recular y arrimarse a su larga sombra a la espera de que un Judas ponga fin a tanto desatino. Pero de ahí a considerarle protagonista de un contubernio, mitad científico, mitad político, que pretenda convertirnos en robots engendrados a base de microchips teledirigidos desde La Moncloa va un trecho. Sobrestima Miguelito a Pedro el de Pablo, que donde dijo digo dice Diego y apenas le queda aire para caminar. Porque Pedro el de Pablo es como los camaleones, y hoy se levanta verde y mañana amarillo; todo depende de lo que le dicten los acólitos que le aplauden como focas a la espera de que llegue el momento de poder clavarle el puñal por la espalda.