Siempre he defendido la tesis de que lo peor que le puede ocurrir a una fuente, sea o no oficial, es engañar a un periodista. Existe una clara diferencia entre engañar y ocultar información. Engañar es mentir de forma concienzuda y ocultar información equivale a no decir la verdad sobre todo lo que se sabe, pero ambas llevan al mismo callejón sin salida: la falta de transparencia.

En esta pandemia que nos azota desde principios de año hemos sido testigos de la torpeza institucional cometida a la hora de proporcionar información por parte de quienes nos representan. Hace tiempo que los políticos advirtieron la importancia de rodearse de periodistas para comunicar sus aciertos y disimular sus traspiés; fue entonces cuando comenzaron a desaparecer de los medios de comunicación informadores curtidos en mil y una batallas políticas, con amplia experiencia y, lo que también es importante, con excelentes contactos en la Administración, captados por los gobiernos que les proponían un retiro dorado mientras se prolongase su mandato.

Ya sea como responsables de prensa, jefes de gabinete o asesores, los periodistas cumplen una labor importante, no sólo para transmitir la información, sino también para diseñar estrategias de comunicación que, a la vista de los resultados, han hecho aguas en más de una ocasión.

En un país en el que nos gustan las cosas claras nos hemos visto deslumbrados por constantes rodeos al lenguaje con la única intención de torpedear el principio sagrado de la transparencia informativa. Sin ir más lejos, hace unas semanas, cuando empezábamos a estrenar la mal llamada nueva normalidad, se nos trató de convencer de que en Navalmoral de la Mata había surgido un clúster, un vocablo que, efectivamente, es un término aceptado por la Real Academia de la Lengua, pero que no era el más acertado para llamar a las cosas por su nombre cuando lo que en realidad teníamos sobre la mesa era un brote de Covid-19. No se percataron entonces quienes así intentaron distraer nuestra atención de que estaban engordando la noticia, pues un clúster es un cúmulo o racimo, o lo que es lo mismo, un brote con tantas ramificaciones que se convierte en descontrolado.

Hace apenas unos días hemos asistido nuevamente a la malversación literaria del lenguaje periodístico cuando se nos ha informado oficialmente que Villarta de los Montes se encontraba en aislamiento social, y todo por evitar la palabra confinamiento, como si los vecinos de este pequeño pueblo fuesen responsables de que les haya golpeado de forma tan brutal el SARS-CoV-2. Pocos fueron los medios que se atrevieron a llamar a las cosas por su nombre, dejándose guiar por la declaración institucional. Y conste que nunca he sido partidario de utilizar el término confinamiento en esta pandemia, ya que alguien confinado es aquel al que se le obliga a residir en un lugar diferente al suyo, eso sí, bajo vigilancia de la autoridad.

Hace años me encontraba al frente de una redacción en la que había más de 40 periodistas y durante años viví decenas de anécdotas, desde la que protagonizó un político que me pidió que para dar fe de lo que escribía debía cubrir mis noticias acompañado de un notario, hasta la que viví cuando un alto cargo se encerró conmigo en un despacho para pedirme que pusiera precio por no publicar al día siguiente una noticia que le implicaba en un escándalo. Pero guardo celosamente en mi memoria la célebre frase que me dirigió con insistencia un directivo de la Central Nuclear de Almaraz; hastiado por mis frecuentes informaciones en las que descubría el mal funcionamiento de los generadores de vapor de Westinghouse, siempre a través de terceros, cada vez que hablaba conmigo me dirigía la misma frase: «Isidoro, la Central Nuclear de Almaraz tiene el techo de cristal».