Ya se agota el mes de julio, y con él, comenzamos a cruzar el Rubicón estival. A lo lejos, se otea el cercano septiembre. De las nubes de junio prácticamente ya ni nos acordamos. La puerta de agosto comienza a abrirse, algo que para mí siempre fue motivo de alegría, y en ello mucho tiene que ver la cuenta atrás ante un nuevo ciclo que se inicia después del verano. Qué le vamos a hacer, algunos somos así de extraños…

No obstante, esta vez no existen las mismas gratas sensaciones que otros años: la preocupación del país nos acecha, es un motivo de tristeza día tras día; la epidemia mundial se ha cebado con España si bien es verdad que, en Extremadura, de momento, no hemos tenido que asistir a los dramas de otros territorios como Madrid o Cataluña. Alguna ventaja debía tener aquello de la España vaciada.

La inquietud es grande desde todos los puntos de vista: aún cuesta aceptar que más de cuarenta mil compatriotas ya no estén entre nosotros o que el país esté prácticamente arrasado económicamente. Esta nueva normalidad de la que nos hablan asusta y de qué manera.

Yo soy por naturaleza una persona optimista, aunque muchas de mis amistades me tildan de lo contrario, paradójicamente: ese optimismo del que hablo me hizo confiar en que los malos tiempos que nos tocaban (y tocan) vivir, nos haría mejores a todos. Tengo que reconocer que en ese momento (mediados de marzo) estaba inmerso en el estudio de Galdós y de sus episodios nacionales (me habían invitado a hablar del genio español en un foro que por desgracia jamás se pudo desarrollar), y quizás que promovido por ese espíritu galdosiano en el que me movía, vi en los funestos tiempos que daban comienzo una nueva oportunidad para invocar al espíritu de Trafalgar.

Recordemos que esa obra, escrita y publicada en 1873, abre el ciclo de los ilustres episodios con los que Galdós radiografía el alma de la España decimonónica, momento histórico clave para entender lo que somos ahora, un país que vive alojada en el cisma social y político.

Trafalgar narra de forma novelada y en boca del marino Gabriel de Araceli los hechos de la famosa batalla en la que se enfrentaron en 1805 en las costas de Cádiz, las tropas navales británicas y españolas con motivo de las disputas geopolíticas entre aliados anglófilos y francófilos. Militarmente, Trafalgar supuso una derrota apabullante para la liga franco-española, además de la consagración de una decadencia que ya se venía barruntando desde hacía tiempo, aunque este hecho, para los asuntos que aquí nos concierne es lo de menos.

El profesor y ensayista Luis González Díez, en su obra “la epopeya de una derrota. El demonio de la política en los episodios nacionales de Galdós” (Galaxia Gutenberg 2020) apunta en otra dirección en cuanto a la importancia que la famosa batalla tuvo para nuestro país en esos primeros años del siglo que comenzaba:  el del nacimiento de un nuevo concepto de nacionalidad, un patriotismo humano que acabó sustituyendo al rancio patrioterismo inherente de la lógica del poder dominante, elitista y excluyente, que por desgracia marcó la pauta de los siglos XIX y XX, y que Galdós supo reflejar en esa obra.

El patriotismo surgido del fracaso de Trafalgar fue un patriotismo fraternal, solidario y apolítico donde se ensalzaba el concepto de pueblo, una especie de gran cadena de Ser como apunta González Díez, donde los anhelos de los ciudadanos iban dirigidos a la vida cotidiana, a los oficios, las costumbres, es decir, hacia lo concreto y sencillo, muy alejado de los intereses de los gobernantes y sus clases elitistas. Fue, a ojos de Galdós, una especie de transfiguración de conciencia colectiva la que finalmente triunfaría entre las gentes cotidianas y que lamentablemente acabaría diluyéndose como un azucarillo con la irrupción del cisma ideológico.

¡Ay, la ideología! tan necesaria, pero a la vez, tan peligrosa sobre todo si ésta queda en manos de los demagogos, el origen y el fin de tantísimos conflictos en toda la historia mundial contemporánea: en España, el asunto ha originado verdaderos ríos de sangre en estos dos siglos pasados. Todo el mundo tiene en su retina algunos hechos funestos.

En los tiempos que corren, el cisma vuelve a haberse pronunciado, sobre todo promovido por la la radicalización que en nuestro país han fomentado buena parte de la clase política absolutamente incendiaria que tenemos, clase que, por otro lado, se había configurado diversa con el objeto de purgar los males derivados de su endogamia, pero que lejos de hacerlo, lo que ha hecho ha sido arrojar más gasolina al incendio.

Debemos volver a la moderación, ese es el único camino que conduce hacia el progreso, hay que exigírselo a nuestros gobernantes más preocupados en distanciarse del adversario político que de otra cosa.  El país vive una situación preocupante, como preocupante también es la realidad de esta tierra extremeña nuestra, situada en la cola en tantos aspectos como el demográfico o el industrial después de cuarenta años de democracia, pero yo confío en que el espíritu de Trafalgar pueda servir para reconducir las cosas, estoy convencido de que existe, aunque su advenimiento no es algo que surja por generación espontánea sino al que hay que invocar mediante la concienciación social, una ardua labor a la que no debemos cejar en el empeño. Es hora de comprometerse.